Repetir como cotorra que el pan era mi enemigo, provocaba ataques de risa a Enrique Turiño, el jefe de escena del Teatro Mella de la Habana. No hice caso a sus burlas.
Julio Enrique Vicioso, uno de mis más fieles amigos, se me había acercado semanas antes:
―El doctor Ángel Soto está pidiendo voluntarios que quieran dejar de fumar y adelgazar en Salud Mental, el antiguo Colegio de Locutores. Es algo de hipnosis terapeútica, suena a científico loco de película americana pero a lo mejor funciona.
Claro que fuimos, en último caso seria una anécdota para reírnos después. Juntos nos atrevíamos a muchas cosas. Necesitaba perder mi envoltura de belleza a lo Rubens, pues la estética MTV se había puesto de moda e intentaba mantenerme en la modernidad. En 1986, luchaba contra el almanaque con cierta probabilidad de empatar.
Se presentaron pocos aventureros como nosotros. Nos llevaron a un saloncito con algunas mesas y nos entrevistaron. Soy muy sugestionable. El que me atendió repitió cinco o seis veces la misma frase y no pude evitar poner expresión de guanajo mata’o a escobazos. Me perdí en otra galaxia, teletransportado por Spock, Uhura y el Capitán Kirk, antes de terminar su primera letanía. Mesmer y Freud hubieran gozado conmigo; por suerte caí en manos de alguien menos trastornado.
Nos separaron en grupos, los gorditos para un lado y los aspirantes a chimenea para el otro. Nos acomodaron en camillas. Apagaron las luces y el sicólogo comenzó a deambular, hablando con voz aletargante. Comenzó diciendo: el brazo izquierdo me pesa y lo siento relajado, repitiéndolo cinco veces. Llegué consciente hasta el muslo derecho.
Alguien quedó despierto, era más fuerte mentalmente que yo, según sus apreciaciones. Me contó que el doctor decía: “El pan es tu enemigo. Los dulces son tus enemigos. El azúcar es tu enemiga. El refresco es tu enemigo.” Y así una retahila de carbohidratos engordantes. No volví a ver a aquel barrigón irrespetuoso. Seguí dejándome manipular por el hipnotizador y adelgacé treinta quilos en tres meses. Julio se rindió a la cuarta semana. Martes tras martes fui caminando a Salud Mental, a unas cuadras de mi casa. El doctor Soto me dio una lista mimeografiada con nombres de alimentos, separados en prohibidos, evitables y permitidos. Los primeros no deberían acercarse a mi boca.
Sentados a la entrada del Mella, compartí el subversivo directorio alimenticio con Carlos Díaz, creador y director de Teatro El Público y Abilio Estévez, el novelista y dramaturgo, los dos asesores del gran Roberto Blanco por entonces; el diseñador Abraham, que podia vivir semanas a té sin azúcar con tal de verse esbelto como una palma; y empezamos una competencia amistosa. Ninguno bajó tanto como yo. Como soy tan obediente y todavía creo que encontraré la lámpara de Aladino algún día de gloria, llegué a tragarme que tales manjares maléficos eran mis adversarios, gracias a la voz persuasiva del médico.
Después de la media rueda perdí el interés en la modernidad y la estética. El pecado de la gula me ha marcado, seduciéndome con las artes culinarias de un mundo cada vez más pequeño. La curiosidad del turista y las recetas exóticas: pastelitos persas, helados italianos, panes y quesos franceses, embutidos españoles, jugos de frutas que a los veintisiete años desconocía, repostería austríaca, chocolates belgas. Hacen la vida tan placentera y acompañan tan exitosamente las voces de los amigos en las reuniones, sin mencionar lo bien que combaten la soledad, la tristeza, la nostalgia, las frustraciones y los fracasos.
Los largos inviernos han acomodado adiposidades sobre vértebras, articulaciones y huesos. Las paredes de las arterias se han cubierto de colesterol, provocando hipertensión, falta de aire y mal dormir. Bailo un danzón de Barbarito Diez, casi moviéndome tan poco como él y me canso. Y la arritmia de mi corazón, a la hora del cuchi cuchi, suena como la batería en “The Ballroom Blitz” de Sweet.
Es hora de sacar de la gaveta el papel, emborronado por la tinta del mimeógrafo y los treinta años de impreso. Es preciso volver a evitar enemigos.