DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Barroco con sorpresa

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No simpatizas con la realeza ni con la aristocracia, pero te cuelas en el Palacio del Rey. Quieres hacer una instantánea de la Capilla Real. Esperas con paciencia 45 minutos a que 57 turistas japoneses terminen de disparar sus flashes. Para no perder el tiempo enfilas el objetivo a los muy barrocos (casi rococó) celajes y aprietas el gatillo, dos o tres veces.

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Al fin se marchan los súbditos del Imperio del Sol Naciente, pero llegan unos polacos. Como no quieres ser confundido con una estatua de Botero mal puesta en el edificio, haces una sola cabrona fotografía y te vas. Otros palacetes reclaman el recurso de tus modestas impresiones, sin sentir el costillar de Rocinante entre tus piernas.

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Llegas a casa. Para tu sorpresa, la imagen casual de los celajes barrocos te gusta más que la del interior de la Capilla Real. Te cuestionas para qué esperaste tres cuartos de hora. Ya los japoneses parecen haberse demorado menos, según tu cambiante memoria. Recuerdas porqué te gusta tanto improvisar.media 04

Reflexionas. Tu ojo ha descubierto la belleza barroca del detalle palaciego. Mas los verdaderos artistas son sus arquitectos, sus escultores y albañiles. Buscas en Google. Apenas se mencionan los nombres de los primeros. Si embargo, su trabajo insiste en deslumbrarte. Ahora esa belleza es también un poco tuya. Como nada es verdaderamente nuestro sino lo compartimos, la compartes…

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Cerrado por verano

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Verano sueco: quince grados, vientos y grisura. Al menos no nieva.

Barandas recién estrenadas en un balcón abierto. Quizás un sol de medianoche sin nubes grises, algún día de este mes.

Después de la Media Rueda cumple dos años. Requiere descanso. Necesita cargar las baterías antes de vestirse de otoño.

Se precisa: bailar salsa, releer Tradiciones cubanas de don Alvaro de la Iglesia, descubrir lo último de Umberto Eco, hojear un par de novelas gráficas, escuchar easy listening music y fregar la batidora después de mezclar los daiquiríes. Sin dejar de trabajar, que las vacaciones llegan en invierno.

Nos vemos cuando se doren las primeras hojas de los árboles.


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Concierto en blanco para solo sin orquesta

¡Ay, casa!

Los fantasmas que me habitan son los mismos que pulen tus baldosas. Juegan enredados entre tus helechos, tiernos como aliento de ángeles, armados de esqueletos negros como ramas de coral, firmes como un beso, desconcertantes como plumas de avestruz… Helechos. Las malangas trepando la tapia, anulándola con verdes, implacables como alitas de libélula, dulces como caimitos, vibrantes como el zun zun que se alimenta de tus buganvillas siempre a las tres de la tarde.

La tarde…

Tus duendes juegan con lagartos que cambian de color. ¡Colores! Cálidos del amarillo al naranja. El sofoco del mediodia, la siesta de los mimbres y las limonadas con hielo. No, el hielo, no, no me lo recuerdes. Mejor miéntame el bochorno que te blanquea los ladrillos con un ritmo de tambores y mangos, claves y sudor.

Miénteme. Duérmeme con recuerdos. Acúname con mariposas, cocuyos, tejas color sangre, vitrales, guitarra y bongó, con la voz de mi madre y las carcajadas de mi padre. Tu puedes, tus paredes se descascaran, mas tus cimientos son fuertes, están fundidos con clorofila y jugo de guayabas, con gemidos de orgasmos y malas palabras, con rebeldía e improperios, con hambres y rumbas.

¡Los colores, ay, casa! ¡Despiértalos! Están durmiendo en el blanco. Regálame un prisma que los desmenuze en azules, amarillos y rojos, que le arranque a los cristales los violetas y los naranjas. Están allí, lo sé. Haciéndole camino a las bicicletas presas, a los bancos de parque desilusionados, a las hierbas insultadas por la mentira del invierno…

Solo tú puedes desnudarlos de nieve y muerte.


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Cuatro ruiseñores en Estocolmo

Noviembre, 2011. Comenzó a nevar pero mi amigo Jorge Ybarra y yo estábamos sentados en la sexta fila del legendario Konserthuset, el teatro de Estocolmo donde se entregan los premios Nobel. Disfrutaríamos del concierto de un renombrado grupo vocal.

Le conté cómo había estado escuchando a aquel cuarteto desde los diecisiete años, cuando descubrí su The boy from New York City. Esperaba con cierto miedo, temía decepcionarme al escucharlos en vivo.

Confieso que tengo todos sus discos, suena ridículo pero es la verdad. Mi nombre es Ernán Dezá, soy ridiculísimo y me fascina Manhattan Transfer. Mea culpa.

Los instrumentos estaban ahí, exhibiéndose donde tantos escritores, químicos y matemáticos habían recogido su premio y soltado su discursito rodeados por la realeza sueca. A su hora exacta, puntualidad nobélica, entraron los músicos.

El primero en aparecer fue Tim Hauser, el fundador y alma de la cofradía, luego Janis Siegel, Cheryl Bentyne y Alan Paul, Yaron Gershovsky como arreglista y pianista. Hace solo tres días murió Tim, a sus setenta y dos años. Hoy lo recuerdo, vital y profesional, siempre atrevido, probando nuevos géneros, fusionando…

«En Estocolmo debutamos fuera de E.U.A., ustedes fueron nuestro primer público en el extranjero, en el club Atlantic, allá por 1975». Contó Janis durante la actuación, siempre la más habladora. La audiencia, habitualmente impasible, lo agradeció con aplausos y fidelidad.

Cantaron muchos de los números que me gustan: Java Jive, Operator, Speak up mambo, Four brothers, The sunny side of the street o Soul food to go, para levantar los ánimos, Popsicle toes, Chanson d’amour o When you wish upon a star por la ternura. Adiós sospechas de decepción. Me parecieron aún mejores que en sus versiones de estudio. Por desgracia, en casi dos horas no podían interpretar todo lo que yo hubiera querido, pertenezco al club de Admiradores Anónimos.

Antes de despedirse, la nieve en las calles de mi Estocolmo se derritió, la magia llenó su aire y lo pobló de estrellas con una nueva versión de A nightingale sang in Berkeley Square.

Gracias a Tim Hauser y a su idea loca de fundar Manhattan Transfer cuando el rock duro reinaba en las listas de éxitos, el Polo Norte perdió un poco su imagen de desolación y regresamos a casa con el corazón caldeado. Hoy recuerdo a los dos, a Ybarra y a Hauser. Ya escucharemos música de la buena juntos, alguna vez en el futuro. Jorge y yo en la platea, Tim y tantos otros que venero, en un gigantesco escenario.


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Antes y después

 

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Quizás ahora que murió Ingvar, la tante Kerstin quita la maldita mesa de abajo de la ventana. —Supuso Jörgen, el portero de mi edificio. Olía, como siempre, a sudor rancio y tabaco. No soltaba la escoba. La entrada estaba llena de hojas muertas. Se esforzaba sacándolas de abajo de una mesita gris, repleta de plantas. Ingvar fue carpintero toda su vida. Cuando se pensionó, él y unos amigos alquilaron el local del sótano. Compraron viejas máquinas de taller. Los vejetes no tenían nada más en que entretenerse. Ya se han ido muriendo todos. Ingvar fue el último en estirar la pata. Habrá que alquilar un camión para botar todas esas herramientas inútiles.

¿Y qué tenía que ver Ingvar con Kerstin?

Ellos fueron de los primeros en mudarse a este edificio cuando se construyó en los años cincuenta. Hace un buen tiempo que se quedaron los dos viudos. El carpintero empezó a tirarle los tejos a la bruja, al saberla sola. El primer mueble que hizo fue este y se lo regaló a Kerstin. Ella no lo aceptó. Decía que su esposo era el único hombre en su vida y no pensaba cambiar eso a su edad.

Ingvar había colocado el obsequio al lado de la puerta de entrada, así Kerstin recordaría la prueba de su rechazo todos los días. La señora nunca metió la mesita en su apartamento, pero allí mismo la llenó de macetas con plantas de violetas, begonias y helechos. Me pregunto si cedió de alguna manera. Ella exhibía una dulzura a prueba de tormentas de nieve, soledad y tinieblas. No la recuerdo vestida de oscuro, sin los labios pintados de discreto rosa o con la mirada baja. Él siempre tenía una frase amable siguiendo al saludo. Habrían hecho una preciosa pareja.

Meses después de aquella conversación llegué al edificio y no encontré las flores. Con tanta nieve afuera, me alegraban vista y olfato. «Al final Jörgen convenció a Kerstin que la mesa era un peligro de incendio.» pensé, contrariado. En eso salió una vecina del ascensor con el rostro triste.

Estuvimos dos días sin ver a Kerstin, tocaba su puerta y nadie respondía. Vino la policía, entraron y la encontraron. Un infarto…

No hizo falta que contara más. Miré al rincón dónde habían estado las plantas. La vecina hizo lo mismo.

Jörgen botó la mesita esta misma mañana.

Cuando se fue la mujer me metí en el cuarto de la basura. Allí estaba la consola, patas arriba en un container. El portero la había tirado encima de las macetas, no había sobrevivido ninguna planta. Saqué el mueble y lo subí a casa.

El fin de semana pasado cepillé, encolé y reparé la prueba de amor de Ingvar a Kerstin. El agua con que la anciana había regado sus flores durante años, había terminado por dañar y arquear la madera. La pinté y la puse en una esquina de la sala.

El viejo carpintero no escribiría poemas ni compondría canciones, pero mi pared fea se transformó con su mesa gracias a lo que sintió el viudo por Kerstin. Y a la insensibilidad de Jörgen.

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