DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Nos veremos en C.U.B.A.

Cuando llegaron Erlinda y Rubildo, nuestros estirados parientes, yo escuchaba Alexander’s Ragtime Band en mi tocadiscos soviético Akkord. Tenía la puerta del cuarto cerrada y cantaba a gritos. La señora, ya muy mayor, tocó la puerta. No me quedó más remedio que abrirla.

¿A qué no sabes quién compuso esa canción?

Fue el saludo de Erlinda. Corrí a buscar el nombre en la carátula del viejo disco pero no me dio tiempo.

Se llamaba Irving Berlin. Esta que está aquí: lo conoció.

Abrí bien los ojos, asombrado. Erlinda sería todo lo desagradable del mundo pero no mentía.

Tengo un disco con doce canciones suyas.

Busqué entre los cientos de álbumes que me habían regalado hacía semanas. Encontré el que traía las composiciones de Irving Berlin y se lo di a Erlinda. Adiviné cierta ansiedad en ella. Leyó y pareció encontrar lo que buscaba.

Hazme el favor de ponerlo en el surco cuatro de la primera cara.

Hice lo que pidió, sabiendo que sería retribuido con una sabrosa anécdota. Escuchamos una mezcla de música española con castañuelas y music hall inglés de principios del siglo veinte. Los ojos de Erlinda brillaron, miró a su esposo y sonrió con dulzura.

Rubildo no trabajaba todavía en el hotel Sevilla, yo era casi una niña pero había empezado a limpiar allí. Hacía las habitaciones cuando llegó el botones acompañando a una mujercita, pálida e insegura. Pensé que era de aquellas americanas que venían a hacerse abortos en L’abana…

¿A hacerse abortos aquí? ¿Porqué?

¡Coño Ernán! ¿En la escuela no te enseñaron nada? En Cuba tuvimos derecho al voto femenino y al aborto primero que en el Norte. Ya en los años veinte, antes de la dictadura de Machado, existía el divorcio y las mujeres podían tener propiedades y cuentas de banco. Sin un hombre que las representara…

Solté la carcajada. Me pareció absurdo que alguien diera importancia a aquellas cosas, tan naturales para mí.

Este no cambia ni aunque ya tenga canas en el bigote. Soltó Rubildo, contrariado. Traté de ponerle un parche a mi salidero:

Disculpen, no quise ofender. ¿Cómo iba a saber esas cosas?

Y otras más que no te han enseñado. Este país no nació cuando los Castro cogieron el poder, antes tuvimos una historia, le disguste a quién le disguste. Rubildo siempre despotricaba sobre todo lo que tuviera que ver con «los Castro«.

Lo que te cuento es la verdad: No solo venían marines y ricachones yankees a buscar putas o mafiosos a traficar con drogas. Venían muchos emprendedores a trabajar y darle empleo a gente decente. Músicos, arquitectos, escritores, estrellas de Hollywood… Al menos una norteamericana venía a abortar en cada ferry que atracaba en el puerto y eran unos cuantos al día. Venían solas los sábados temprano y se iban los domingos. Yo pensé que la jovencita era de esas… Después llegó el marido, feísimo y narizón, con un médico que no entendía inglés. Armaron tremendo alboroto. No tuve más remedio que soltar la escoba y meterme a traducir. Haberme criado entre jamaiquinos muertos de hambre como yo, tenía que servir para algo. La mujer, en sus veinte años, tenía una fiebre altísima y mucha jaqueca. Dos días después pareció mejorar. Vinieron a verme, con una caja de bombones por agradecimiento y una invitación al teatro Alhambra. Le harían un homenaje informal a Irving Berlin allí y ellos querían que le sirviera de intérprete. No podía salir de noche sin un chaperón. Éramos pobres pero decentes. No te rías otra vez… Fui con mi hermano Emeterio, que también habla el idioma del enemigo. La pasamos muy bien. Y repetimos salida la tarde después y dos o tres más. Yo terminaba en el hotel, Emeterio me venía a buscar y salíamos a zapatear L’abana los cuatro. Los llevamos al teatro Albizu y al Payret… a unos cuantos lugares bonitos. Se volvieron locos con los Jardines de la Tropical, que parecían sacados de la Alhambra de Granada, recién construidos por Cosme Blanco, el dueño de la cervecera. ¿Y sabes quién le enseñó a Berlin a fumar las panetelas de las que habla en la canción? Mi hermano.

¿Y… supo del americano después que regresó al Norte?

Solo por las revistas de la farándula. Habían venido recién casados. Dorothy, la esposa, cogió la fiebre tifoidea en L’abana y murió unos meses después. El hombre hizo una canción tan alegre sobre esta ciudad y aquí su vida se había destruido. Se notaba a la milla que estaba loco por ella. Se demoró casi veinte años en casarse otra vez.

Por esa época en L’abana se hacía todo lo que había que hacer escondido en el Norte, legalmente y con esa alegría que los cubanos, aunque nos estemos muriendo de hambre, le ponemos a la vida. —dijo Rubildo, mientras seguían su camino al comedor de la casa.

Nunca conocí personas tan amargadas como Erlinda y Rubildo. Pocas veces escuché otras cosas que sarcasmos y vitriolo puro salir de sus bocas. Aunque a esa edad, ya en mis treinta, comprendía el origen de su odio. Hoy, que puedo escuchar versiones más modernas de I’ll see you in C.U.B.A., los recuerdo. Todo lo que les brindaba seguridad, el fruto de su sudor de décadas de trabajo, les fue arrancado de las manos y luego desapareció, capa de pintura por capa de pintura, ladrillo a ladrillo.