DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Olga y sus tamalitos

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Yo soy de los que dicen: barriga llena, corazón contento. Recuerdo aún el sabor de unos tamales que comí por primera vez allá por 1949, para demostrarlo.

Después de mudarme pa’ L’abana y haber salta’o de colocación en colocación, me hice rastrero. Cargaba cajas de tabacos de una fábrica de puros habanos en Los Sitios. Tenía que arrancar a repartir antes de las cinco de la mañana. Era mejor dormir en la rastra parqueada en Manrique, Figura o Campanario, pa’ llegar temprano y coger buena carga.

Una noche olvidé llevar la cantina con mis frijoles colora’os y me moría del hambre. Alguien me dijo que en la vecindad vivía una morena que vendía comida buena y barata. Salí a buscarla. Por el camino, reconocí a mi pareja de bailes del club Minerva, la Sociedad de Cruces para los gozadores de piel color chocolate claro. Venía caminando con su tumbao sabrosón de siempre, llevaba una jaba grandota hecha con trocitos de vestidos viejos. Era Olga Moré Jímenez, con sus aretes de coral rojo, su cadenita dorada en el pie izquierdo y su sonrisa de oreja a oreja.

¿Qué haces en L’abana? ¿Tú no te habías ido pa’ Cienfuegos?

Me agarró por los dos hombros y me dio un beso en cada mejilla. Llevaba un delantal muy limpio, olía a perfume y talco, vestida como pa’ una fiesta. Le conté toda mi historia y después pregunté:

¿Conoces una señora que vende algo de comer aquí en el barrio?

Claro, la tienes frente a ti. Si quieres comer los mejores tamales de L’abana, claro.

¿Tamales? Eso lo venden solo los hombres… —quiso fulminarme con sus ojazos, intenté dorarle la píldora—. Es que… te conocía por bailadora, no por cocinera.

—Chico… Soy viuda. Tengo cinco barrigas que llenar. Hace un par de años me gasté el dinero que tenía en maíz, hice los tamalitos y salí a venderlos. Las primeras noches volví a casa con esta bolsa más llena que vacía. Las caseritas eran como tú, creían que solo los hombres podían ser tamaleros. Por suerte, o porque lo bueno es lo bueno, alguien me los compró, le gustaron y corrió la voz. Ahora te juro que no descanso, rayando y sazonando, cocinando y llenando las hojas de las mazorcas, caminando y vendiendo.

Pues esta noche vas a tener que llenar una barriga más.

Comerás gratis los dos únicos que me quedan, a cambio de que me des fama entre los otros camioneros.

—Paisana, basta con uno solo.

Ya verás que el que los prueba, se come dos. Y después… Después nos vamos de rumba, que hace rato que no bailamos juntos y tengo muchas ganas de mover el esqueleto.

Los tamales sabían a gloria. Como me las doy de buen cocinero, pregunté la receta. La morena rió con mucha picardía y cambió la conversación. Alguien me contó que les ponía pimienta blanca y pimienta negra, con una cucharada de leche condensada pa’ levantarle el sabor, además de la cebolla, el ajo, el comino molido, el tomate el orégano y los obligatorios pimientos. 

Soy fácil de convencer. Terminé yendo con ella a bailar a un saloncito que había por el parque de la Normal. También vendía allí su tamalada, como en Prado y Neptuno y en cuanta academia de baile adornara L’abana. Olga se divertía y bailaba, pero no paraba su negocio. ¡Qué mujercita más lista! Cuando terminó el bailoteo me presentó al flautista José Antonio Fajardo.

Tu paisana cocina que se pasó —Soltó el Rey de la Flauta—. Sus tamalitos son ricos, muy ricos, tan ricos que hay que escribirle una canción. Ya Félix Reyna y yo estamos en eso. Y usaremos su propio pregón.

Creí que era solo un cumplido, pero… Unos meses después encendí el radio de mi rastra, sintonicé Radio García Serra y casi se me cae el lagrimón de la alegría: Fajardo y sus Estrellas tocaban Los tamalitos de Olga. Empezaba con un solo de flauta de Fajardo y seguía con un tumbao sabrosón entre guaracha, danzonete y cha cha cha. El estribillo era tan pegajoso que en unas semanas se tarareaba en toda la isla: Pican, no pican, los tamalitos que vende Olga, Olga… Después hasta lo tocaron otras orquestas y se bailó en toda América.

Cuando le cuento a mis nietos que Olga era de mi mismo pueblo y que conocí a los músicos que escribieron su canción, se ríen de mí, burlones. ¡Qué chiquillos más descreídos! No saben que la mejor música siempre tiene una historia detrás, pues no hay nada mejor que un corazón contento para componerlas. Y si se tiene la barriga llena de los tamalitos de Olga: mucho mejor.


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Con el teclado en los genes

Dicen que todo caribeño que se tenga por tal lleva la madera de las claves, el cuero del tambor, las cuerdas del tres y del piano, las semillas de las maracas y el chéquere en las entrañas. Dicen que bebimos del cante jondo, de las contradanzas francesas, del lamento y los ritmos africanos, de la ópera italiana y de la trompeta china y nos metimos todo eso, en la garganta, en las manos, en la cintura y en los pies. Dicen bien, opino.

Dicen que Chucho Valdés y Gonzalito Rubalcaba continúan la tradición de la pianística antillana, que la han reinventado, que por sus teclados pasan Manuel Saumell, Ignacio Cervantes, Ernesto Lecuona, Frank Emilio, Peruchín… y todos los grandes pianistas de nuestras islas. Dicen también que suenan en sus dedos el guajeo del son, el repique de la rumba, el tumbao de las claves, la voz de los esclavos africanos, la impronta de la España que nos colonizó durante cuatro siglos…

Dicen que Gonzalito es el hijo de Gonzalo Rubalcaba y que Chucho es el hijo del Bebo Valdés. Al piano los padres, al piano los hijos.

Y ahora me toca a mí decir que anoche los vi en un Konserthuset de Estocolmo, repleto de latinos. Más que un duelo entre dos músicos, teclados y cuerdas por medio, fue un regalo de los orishas para un público incrédulo. Chucho sonó a veces como dos intérpretes, tocando una melodía con la izquierda y otra con la derecha, armonizadas por otras dos manos invisibles. Gonzalito convirtió en una orquesta wagneriana su piano de cola, con una digitación vertiginosa y ese toque tierno y dramático en las baladas, que estremece.

Algún cronista trasnochado dirá que el público pidió un bis: una A night in Tunisia de Dizzy Gillespie cubaneada casi hasta lo irreconocible. Comentará el escribidor que por momentos creyó tener al Bebo y al viejo Gonzalo, al lado, aprobando con su aplauso. Diría, sin temor a equivocarse, que anoche en el Konserhuset, Chucho Valdés y Gonzalito Rubalcaba desarmaron y armaron nuestra música. Para poder hacerlo como lo hicieron, hay que llevar el teclado, la clave, las maracas, los tambores y a Cuba en los genes. Y estos dos maestros llevan muy adentro todo eso, no hace falta decirlo, basta con escucharlos.


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Decir con acordes

 

Pero lo suyo, maestro, es el jazz, no el filin.

Apunté a Guillermo Barreto, el gran percusionista cubano. Estábamos él y yo solos en el escenario del teatro Mella. Yo había comenzado a trabajar allí hacía solo unos meses. El hombre era una leyenda, Cabrera Infante lo mencionaba en los primeros párrafos de su novela Tres tristes tigres.

Toqué con Frank Emilio en su grupo Los Amigos. Él también frecuentaba la casa de Angelito Díaz en el callejón de Hammel del barrio de Cayo Hueso, donde se reunían los que crearon el filin. —Aclaró, casi ofendido—. Como los tragos eran baratos en el Two Brothers y otros bares del puerto, aquel grupo de muchachones también hacía las rondas por allí. Los alrededores de los muelles se llenaban de marinos de New Orleans que oían música en la victrola traganíquel. That’s feeling. (Eso es sentimiento) Repetían.

¿Y eso cuándo fue?

Años cuarenta. Tú no habías nacido.

Murmuró, mientras afinaba su timbal.

¿Pero los del Callejón de Hammel no eran César Portillo de la Luz y José Antonio Méndez?

Y Aida Diestro, Portillo Scull, Rosendito Ruiz, Frank Domínguez, Marta Valdés, Pepe Reyes, el Niño Rivera y un montón más. Yo tocaba fijo en el cabaret Sans Souci y no podía andar mucho con ellos. Se les metió en la cabeza otra manera de hacer boleros, sazonándola con el jazz que oían. Y surgió el filin.

¿Por aquello del That’s feeling de los marineros?

¿Qué otra cosa es el Filin, sino puro sentir?

Y vida bohemia, ron, emociones, deslumbramientos amorosos, desengaños…

Sentimientos.

Cuando tenía catorce años fui a la primera descarga de filin, en un solar del Cerro. Un guitarrista, dos mujeres y un hombre, diciéndose cosas lindas al principio, después con un despecho… poetizado.

Conté con timidez. Barreto regulaba la altura de sus pailas.

No hace falta nada más que eso para filinear. Una armonía simple y decir, más que cantar, lo que uno siente en el momento. Es como un guaguancó de solar. Si se descarga en la intimidad de una sala de casa: mucho mejor.

Tengo una amiga que dice que el buen filin no se canta con la garganta, sino con el útero.

Soltó una carcajada, no era de burla.

Muy de acuerdo con tu amiga. Es la esencia de los grandes: cantar con las entrañas. Sentir y transmitir los sentimientos. Y así será, siempre que exista un público inteligente.


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La noche de la Guajira Guantanamera

Me había acostado temprano. De día, el lago vecino al hotel Zaza, uno de los más feos de Cuba, servía de entrenamiento para remeros de un próximo campeonato mundial. Después de ponerse el sol no había otra ocupación que dormir. Desperté escuchando guitarras, voces, palmadas… Me asomé al balcón de mi habitación. Alrededor de la piscina un grupo de jóvenes cantaba.

Unas horas antes habían llegado los equipos norteamericano, canadiense y soviético, eran ellos, con los argentinos, los españoles y los mexicanos, los que guitarra en mano coreaban canciones de Beatles, Rolling Stones y otros.

Me vestí y bajé. Donde quiera que hubiese jolgorio y alegría, estaba yo. Tendría un poco más de veinticinco años. Ya trabajaba en el teatro Mella, rodeado de grandes músicos amigos de su director, el guitarrista y compositor Sergio Vitier.

Para mi desgracia, a mi llegada a la alberca los instrumentistas se habían empantanado en un rasgueo complicado. El resto conversaba.

Guantanameros son los habitantes de Guantánamo, un pueblecito allá por casa del carajo.

Uno de mis compatriotas le decía a un muchacho que parecía mexicano.

Pero ahorita no me has dicho que es una guajira.

Una campesina.

Algunos lo miraban esperando una explicación menos simplista. Yo no sabía entonces que los guajiros eran indígenas de Colombia y Venezuela. Los colonialistas los habían llevado a trabajar al campo en nuestra isla hacía siglos. Parece que les habían dejado de regalo el nombre a los campesinos más alejados de las poblaciones. Los interventores norteamericanos clamaban que era un invento suyo, al llamar war heroes (guarjiroes) a los héroes de la guerras independentistas. A estas alturas, los sabelotodos no se han puesto de acuerdo. Sin embargo, quise tirarle un cabo al interpelado.

Se usa para nombrar a los que han trabajado el campo, monte adentro. Pocos han podido estudiar por la lejanía de las escuelas pero el trabajo los ha hecho recios como troncos. Es una palabrita bastante irrespetuosa.

¿Y entonces de qué va la canción? —preguntó alguien con acento castellano.— ¿De racismo?

No creo, aunque nadie sabe como empezó. Aquí se ha cantado siempre de manera distinta, echando mano a décimas improvisadas. El mismo Joseíto Fernández contaba varias versiones diferentes de como compuso el estribillo. Que si una novia de Guantánamo que le regalaba merienda, que si un piropo que usaba con las mujeres bonitas…

Algunos aseguran que no la compuso el gran Joseíto, según ellos era una tonada campesina tradicional. Hay hasta quien tiene evidencias de una procedencia española. Se ha escrito mucho sobre el origen de la Guantanamera, nada definitivo aún. Yo entonces, ni eso sabía.

No, jodas habanero. Lo ví hace años por la televisión hablando de eso y metía otra historia. —protestó otro compatriota.

Lo ví también y recuerdo que Joseíto contó como nunca registró el estribillo a su nombre. Empezó a usarlo en un programa de radio sobre la Crónica Roja por los años treinta o cuarenta. Repentizando sobre los asesinatos o cualquier delito.

Me defendía como podía. Menos los rusos y los yanquis, todos estaban pendientes de mis palabras. El que parecía más tímido de los cubanitos, levantó la mano para hablar, como si estuviese en la escuela:

Eso es verdad. Mi madre me lo contó. El programa se llamaba El suceso del día. Joseíto cantaba décimas sobre un Fulano que le había metido una puñalada a Mengano o un Zutanito que le había robado los ahorros a su tío ciego… Por eso en Cuba decimos: cuidado, que te van a cantar la Guantanamera, cuando alguien se está metiendo en problemas.

El programa lo oía toda Cuba. Lo estuvieron pasando por la radio casi veinte años. —Confirmó otro de mis paisanos.

¿Entonces, no es una canción patriótica? —Interrumpió un extranjero en voz muy alta, con un evidente tono de ira.

Nada de eso. Cuentan que en los sesenta, Pete Seeger se la oyó cantar a un coro de boy scouts, dirigidos por un cubano exiliado. El hombre le había puesto por texto uno de los Versos Sencillos de José Martí. Seeger empezó a cantarla por medio mundo.

Pues en América Latina se cree que es un himno revolucionario. Y tú dices aquí que la letra se la puso un gusano…

Es lo que he oído en mi trabajo, dicho por gente que sabe de música. También me contaron que la Guantanamera se ha hecho famosa gracias a un norteamericano que canta en castellano arrastrando las erres y que nunca le pagó un centavo por derechos de autor a Joseíto Fernández…

Los guitarristas rubios habían desistido de hacer ruido con las cuerdas y nos miraban, extrañados.

El sudamericano del himno revolucionario apretaba con fuerza el borde de su hamaca, otro de sus compañeros parecía dispuesto a saltar sobre mí. Ninguno de los dos pronunciaba una palabra pero si las miradas hubieran sido balas… Sonreí, levanté los brazos en señal de rendición. El silencio continuaba aún después de eso, hasta que el más fuerte de los remeros levantó la voz.

¡Caballeros! Los cubanos no sabemos que coño pasa en México, el Norte o Argentina pero entendemos las cosas de aquí. El habanero no ha ofendido a nadie, nada más contó de donde salió la Guantanamera.

Are you talking about the Guantanamera?

Indagó uno de los norteños y comenzó a cantar el estribillo, acompañado de su guitarra. Espontáneamente se armó un coro con acentos de toda España y de Alaska a la Patagonia.

Los cubanos marcamos la clave del son con las palmas, los rusos callaron desconcertados. A los beligerantes no les quedó otro remedio que acompañarnos.

Desde aquella noche, en que estuvieron a punto de cantármela, me empezó a gustar más la Guajira Guantanamera.


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Una canción para borrachos

Total, es un cobarde… — La frase me salió del alma. Con ella interrumpí Quiéreme mucho, el bolero que cantaba. Unos cuantos amigos nos habíamos reunido y descargábamos juntos, en la sala de la casa de mis padres en Cuba.

A mí no me haces cuentos… Habrán pasado cuarenta años pero todavía estás enamorado de la misma gente. Los haya separado lo que los haya separado.

Me soltó mi acompañante en la guitarra, alguien que cree que cuando nos embriagamos, saltamos los obstáculos que nos impone la sociedad; nos quitamos las máscaras y nos comportamos como payasos, actores trágicos o chiquillos pendencieros.

Hasta la generación que siguió a la mía, los ebrios de Cuba terminaban siempre por cantar Lagrimas negras de Miguel Matamoros o Quiéreme mucho, con música de Gonzalo Roig y versos de Ramón Gollury y Agustín Rodríguez. Aunque yo no había bebido la había comenzado a interpretar. Quizás me enajenaban los sentimientos.

Sea un cobarde o no «tu adorado tormento«, te hacen falta unos cuantos tragos de ron para descargar lo que sientes. Es malo guardarlo…

Detuve la mano que me iba a servir el alcohol. No hacía falta. El tiempo le quita los disfraces al despecho.

Totalmente sobrio, canté la canción de los borrachos. Entera y sin desafinar.