Navegando de Lúxor a Edfu, el Helios se detuvo en las esclusas de Esna. Solo podían pasar dos barcos a la vez; mas tuvimos suerte: esperamos un par de horas.
El desayuno fue más relajado y con una larga sobremesa que continuó en cubierta, junto a la piscina. Escuchábamos los gritos de los trabajadores del canal mientras conversábamos.
Esa mañana nos habían sentado con dos hombres, padre e hijo. El mayor se acercaba a los setenta años, el joven no tendría treinta pero era ya uno de esos millonarios de la informática. El sueño del padre, deshollinador de chimeneas, era visitar la tierra de los faraones, su hijo se lo cumplió. Lo curioso era que la afición del señor por Egipto arrancaba, como la mía, de las vistas del View Master.
Amín, el atento camarero de cubierta, vino a servirnos. La cruz que tenía tatuada en la mano, igual que el resto de la tripulación, llamó la atención del joven.
—Le preguntamos. Respondió que los que trabajan en turismo son casi todos cristianos desde hace décadas. También son la mayoría de los que estudian en la Universidad… —nos aclaró un profesor de literatura finesa, sentado con su esposa en la mesa colindante.
—¿Se han fijado que no hay ninguna mujer trabajando en el Helios? —Preguntó la finlandesa.
Si, me había percatado, algo que me parecía menos circunstancial que la ausencia de musulmanes en nuestro paquebote.
Atracamos por la tarde en Edfu. Un autobús nos llevó al Templo de Horus. Atravesamos una población moderna con una avenida y mercados.
Antes de entrar a la edificación hay una larga hilera de quioscos y coches con caballos. Los vendedores se abalanzaron sobre sus posibles clientes. Éramos los únicos turistas allí. «No acepten nada como regalo a la entrada, que se lo cobran a la salida. Es su técnica.» Nos advirtió Marianne, la guía. A Ybarra le colgaron cuanto adorno tenían. «¡Como me regalan chirimbolos!» Decía alborozado, mientras la noruega y yo se los quitábamos y los colgábamos en las cercas. Tuve que explicarle a mi amigo, entre risas, que solo era un truco para exigirle la compra a la vuelta.
El santuario dedicado a Horus, el dios halcón, es el mejor conservado que vimos. Fue hecho durante la dominación griega en el país, después de su conquista por Alejandro Magno, dejando en poder la dinastía de los Ptolomeos.
Recuerdo muchas explicaciones de la bella Marianne. Nos contó que en el antiguo Egipto los templos representaban las casas de las deidades y las columnas simbolizaban los árboles de un jardín eterno. La morada perenne del dios era una isla, por eso los muros de ladrillos que rodeaban el edificio formaban olas.
La entrada o pilono estaba casi intacta. Una pareja de estatuas de Horus, en granito negro, la precedía. Solo faltaban los colores en los relieves de las paredes, profundamente labrados en la piedra. En el primer patio los capiteles reproducían papiros y flores de loto, las plantas más sagradas para los pobladores de Kemet.
El primer santuario conservaba algunos rojos, amarillos y azules de las pinturas aún inalterados. Los techos se mantenían manchados de humo, pues los cristianos se habían escondido allí durante décadas, al caer el templo en desuso.
Aprovechando la soledad del lugar, la guía nos narró el mito de la victoria de Horus sobre el malvado Seth. Una complicada historia con diferentes versiones, incluso algunas con un tinte homosexual incestuoso. Mejor no enredarse en las patas de los caballos, en este caso hipopótamos.
Bajamos las estrechas escaleras que llevan al nilómetro, que servía para determinar el nivel de las crecidas del río. Los impuestos serían cobrados de acuerdo a la riada anual. Algo que me pareció inteligente, justo y equitativo.
En el santuario de Horus, frente a la nave con su imagen como mascarón de proa, me ofrecí a ayudar a uno de nuestros compañeros de viaje, un fotógrafo apasionado, un noruego muy callado que no entendía nada de sueco y poco de inglés. Cargaba con un trípode para una luz y otro para su cámara. Desde ese momento nos hicimos casi inseparables. Ayudó mucho a Jorge en la excursión a Abu Simbel, marcando el resto del viaje con su ternura y sus silencios.
Salimos de Edfu a punto de anochecer. Varios perros, quizás chacales, aparecieron a contraluz en las crestas de los muros en forma de olas. Yo iba de último y me parecía que me observaban con atención. Me detuve. Experimentaba una fuerte sensación de dèjá vu. Los canes llegaban a una docena cuando el conductor del autobús me sacó de mi marasmo a gritos. Reaccioné corriendo, al poner el pie en el vehículo, miré atrás… Los animales habían desaparecido. Ni siquiera lo conté a Ybarra.
En la cubierta del barco comimos kofta (una especie de sikh kebab de carne ovina) asada en carbón, con unas señoras gruesas. Durante toda la cena no pararon de hablar sobre los precios de los disfraces para la fiesta de despedida. Yo pensaba en la imagen crepuscular de los muros del templo, quizás la había visto en alguna película, no la puedo olvidar.
Navegamos cada vez más al sur, hacia el Alto Egipto, a Kom Ombo. En su templo, la mañana después, volvería a tener una rara experiencia, que no se repetiría en el resto del crucero.