Elías Marquetti estaba casado con Florinda Gómez, una prima hermana de mi padre. Vivían en Santos Suárez, un barrio de L’abana. En mis visitas ponía discos de Frank Sinatra.
—¡Qué sentimiento! No habrá un cantante americano como ese. ¡Jamás!
Según sus hijos yo era el único que soportaba sus conversaciones. Le bastaba escuchar a «la voz» diciendo one for my baby and one more for the long, the long, long… Las memorias llovían, vívidas y poderosas.
—Yo tenía unos dieciocho años, fue después de terminarse la Segunda Guerra Mundial. A mi hermana Bernarda la había traído un hombre a la capital, prometiéndole maravillas. A Cruces estaban llegando habladurías de que la había metido a… tú sabes. Y era verdad. El tipejo no era más que un chulo barato. La explotaba en el barrio de pecadoras de Pajarito. Me habían dicho que hacía la calle en Prado y Neptuno. Y pa’llí fui a buscarla cuando bajé del tren. No llevaba equipaje, lo mío era una misión de rescate de ida y vuelta. —sonríe y mueve la cabeza— No sabía lo que la casualidad me estaba preparando. Esperé como tres horas y mi hermana no aparecía. Ya me hormigueaban las plantas de los pies, de estar parado sin moverme. Quise dar una vuelta. Tenía el bar Sloppy Joe’s casi a dos cuadras. «A lo mejor puedo ver a Errol Flynn, a Bette Davis o al mismísimo Sinatra.» Pensé. Había leído que andaban los fines de semana por allí.
—Hubiera sido tremendo, poder encontrarte con tú ídolo…
—No te adelantes. Cuando llegué a la esquina vi bajarse de un taxi a un desconocido. Hablaba con acento americano, lo acompañaban Noel Coward y Alec Guinnes. Trataban de hacerse entender con el chofer, que no hablaba inglés. Me acerqué y les serví de traductor. Los dos actores me quisieron regalar unos dólares en agradecimiento. Los rechacé. Entonces me invitaron a un trago adentro. Eso si no me lo quería perder. Lo de mi hermana podía esperar, pensé.
—¿Sabías de que pata cojeaban los dos?
—Ni idea. Al segundo trago Coward me puso una mano en un muslo y empezó a acariciarme. Me levanté con discreción y me disculpé. No iba a armar lío. Ni soñando me había visto en un lugar como aquél, compartiendo con dos tipos tan famosos. El tercero, que lo había estado observando todo, pareció molesto con lo que hizo el inglés. Me dio su tarjeta y se despidió con un «Si te interesa un buen trabajo, búscame en este lugar.» Yo estaba en L’abana para encontrar a mi hermana y no para tener broncas con afeminados. Caminé de vuelta a Prado. Después de otro rato esperándola me la encontré. Te aseguro que iba con ideas de matar al chulo y llevarla de vuelta, pero se me habían adelantado. La noche antes a mi llegada, le habían metido siete puñaladas en un callejón. A mi hermana ya no había forma de salvarla. Hablé con ella durante horas.
—Y no tuviste otro remedio que volver a Cruces.
Elías negó con un gesto. Parecía más serio de lo normal.
—El viaje y la conversación me cansaron. Me tiré en el piso y dormí un rato. No quería dejar sola a Bernarda. Al despertar se me ocurrió quedarme en L’abana hasta encauzarla por el buen camino, mas para eso necesitaba dinero. Fui de cabeza pa’l Hotel Nacional.
—Nunca me habías contado como empezaste a trabajar allí.
—Suerte y nada más. Hablar el inglés ayudó, claro. El americano me recibió, parecía contento de verme. «¿No te ofenderá empezar como botones?» Preguntó. Resultó ser Chuck, la mano derecha del don más importante de la mafia en Cuba, Amadeo Barletta. «Tendremos huéspedes importantes dentro dos semanas y necesito hombres como tú. Discretos e inteligentes. ¿Quieres empezar hoy?» Dije que sí. Le tomó una hora enseñarme mi trabajo. Unos días más tarde me fue a buscar para pedirme que atendiera a unos clientes muy especiales. ¿Adivinas a quiénes? —Miró al tocadiscos. Debo haber algún gesto exagerado, pues Elías soltó la carcajada antes de continuar. —Frank y su esposa por entonces, el animal más bello del mundo: Ava Gardner.
—¿Entonces los viste de cerca? ¿Y Ava? ¿Era tan linda como en las películas?
—Más, mucho más. Sin maquillaje, vestida normal, tenía un aire de… estrella. Todavía se me erizan los pelos del brazo al recordarla, tan cerca. Con aquella sonrisa que derrotaba un ejército y su elegancia al tratarme. —me miró y notó mi admiración— Coño, si a mis hijos le gustaron tanto mis historias como a tí…
—¿Sabes cuántas veces he visto «Venus era una mujer»? ¡Y me estás hablando de haber conocido a la protagonista! Como no va a gustarme lo que cuentas.
—Ava quería una habitación con vistas al mar y me preguntó si podía recomendarle alguna al carpetero. «Dale la número tal, está vacía y lista.» Le dije en español al que los atendió en la carpeta. Ella me volvió a sonreír. «¡Que idioma tan dulce!» soltó. ¡»La condesa descalza» piropeando nuestro idioma, al oírlo en mi voz! Ya me puedo morir, pensé.
—¿Y Sinatra, te dijo algo?
—No en ese momento. Parecía distraído… Esa tarde comenzaron a llegar un montón de tipos raros, algunos con acento italiano muy marcado.
—Espérate, espérate, espérate. ¿Venían a escuchar cantar a «la voz»?
—Ese era el pretexto. Es como si supieras de que hablo.
—De la famosa conferencia de las cinco familias de la mafia, en diciembre del cuarentiseis, en el Hotel Nacional. ¿Cómo no lo voy a saber?
—Eso no se da en historia, creí que era un secreto. Me di cuenta de lo que había cuando vi llegar a Lucky Luciano. Los americanos lo habían deportado a Italia y allí estaba el hombre al que conocía por las fotos de los periódicos. Me tocó llevarlo a su habitación. No se me olvida que era la 724. Era otra de las especiales, le abrí las cortinas para que viera el paisaje. Lo hacía siempre para impresionar. Te aseguro que las vistas aflojaban los bolsillos y predisponían a dar buenas propinas. «Esto está lleno de palmas reales. Me parece estar en Miami.» Me dijo antes de darme un billete de veinte dólares. Cuando esa noche estaba a punto de terminar mi turno, Chuck me llamó en la entrada. «Acompaña a nuestro distinguido huésped a los aposentos de mi amigo Lucky.» Era Vito Genovese. También reconocí luego al judío Meyer Lansky, que vivía en L’abana igual que Amieto Battisti. Aquello parecía una película de la Cosa Nostra. Además, Sinatra y Ava no fueron las únicas estrellas de Hollywood que vinieron.
—¿Los volviste a encontrar?
—Varias veces. Tuve el gusto de verlo ensayar. ¡Cómo mimaba a sus músicos! Ella siempre me sonreía. Él parecía ignorarme, hasta el último día de su estancia. Yo había puesto el equipaje de Virginia Hill, la mujer de Bugsy Siegel, en el maletero de su auto. Otro botones llevó las maletas de Frank y su esposa. Una caja se abrió. Un sombrero blanco cayó debajo del carro. Se manchó de grasa. Ava no le dio importancia al asunto. «Fue mi culpa, con el apuro no cerré bien la sombrerera.» Dijo la estrella de cine. El portero reprendió a gritos al botones. «Negro de mierda, voy a hacer que te boten por no ser cuidadoso con los blancos.» Ciertas palabras suenan parecidas en inglés y en español. Frank Sinatra miró alrededor y se dirigió a mí por primera vez. Parecía fuera de sí, temí por mi compañero de trabajo. Me equivocaba. «¿El portero ofendió al botones? ¿Le gritó negro, verdad?» Asentí, antes de ver el gesto de advertencia de la bella mujer intentando frenarme. Frank bajó del auto y se acercó al portero. Se le encaró y lo empujó con las dos manos en los hombros. El hombre, más fornido que el americano, reculó, más impresionado por la acción del famoso que por su fuerza. Los dos guardaespaldas personales de Frank, estaban detrás de su jefe. Ya Chuck estaba en la puerta, Frank se dirigió a él. «Si cuando regrese a la Habana este tipo está todavía empleado aquí, te la tendrás que ver conmigo.»
—¿Es verdad entonces que Sinatra discutía por querer actuar en el mismo escenario con Ella Fitzgerald, Louis Armstrong o Nat King Cole y que no lo dejaban porque sus amigos eran negros?
—O por querer que las orquestas que lo acompañaban tuvieran músicos de color.
—Un mafioso muy raro.
—No te equivoques. Hay que verlo actuando en «De aquí a la eternidad» o bailando con Gene Kelly en «Un día en New York» o cantando siempre. No necesitaba de la mafia. Las circunstancias lo obligaron a andar con aquella gente. Lo ayudaron a subir, pero talento le sobraba.
—¿Y cómo terminó el incidente?
—La Gardner se acercó a su esposo, le besó una mejilla y le dijo algo bajito. Fue como si Mr Hide se volviera doctor Jekyll con una caricia. Luego la belleza me dedicó una sonrisa y sucedió el milagro: Frank Sinatra me miró. «Gracias por todo, Ava y yo estamos de acuerdo en que nos hemos sentido como un invitado en tu casa, siempre que nos has atendido.» Así era, un encanto con los que lo trataban bien, una fiera cuando lo molestaban.
—Todo por la casualidad de encontrarte con Chuck.
—Gracias a eso tenía un trabajo bien pagado, en un lugar que después pasó a la historia. Después me hice croupier. Conocía toda la maldad que se movía alrededor mío. Pero nunca aquellos matones maltrataron a un empleado, al menos delante de mí.
—¿Y el portero, siguió trabajando en el Hotel?
—De eso nada. Lo botó Chuck ese mismo día. En el cincuentinueve fue de los primeros milicianos que vinieron a ocupar el Nacional. Tan pronto tuvo poder hizo que me dejaran sin trabajo. Todavía es un tipo fuerte en el gobierno.
Elías fue a cambiar el disco. Arrastraba los pies. Con la vejez había adelgazado y los pantalones raídos le colgaban de las nalgas. Escuché «One for my babe» en «la voz», otra vez. El anciano giró. Su rostro parecía rejuvenecido.
¿Cuando llegue a su edad qué recordaré y qué olvidaré? No lo sé. ¿Cómo saberlo ahora?
De algo estoy seguro, la música será el catalizador de mis memorias. Yo también tuve ídolos a los dieciocho años.