DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Añoranzas de un barbero improvisado

Lele vivía casi en la esquina de Calzada del Cerro y Churruca. Había improvisado una barbería en su portal: un taburete, una sábana mugrienta, un plumero para sacudir pelo, escoba y recogedor. Los que entregaban sus cabezas al viejo debían sostener un trozo de espejo e indicarle cómo querían el corte. Paso a paso.

Los tres pesos del precio incluían estremecimientos, carraspeos y tragadas en seco, al verlo sacar filo a la navaja oxidada en la tira de cuero. Ninguno estaba dispuesto a dejarle la oreja de propina.

Lele no necesitaba dinero, además de su pensión recibía mensualidades del Norte. Solo se procuraba un poco de compañía, algo de entretenimeinto en su vejez.

A ustedes lo que les hace falta es oír a Fernando Albuerne, la voz más romántica que ha dado Cuba. Pa’ que aprendan desde jovencitos como enamorar a una mujer, con elegancia y finura.

Era suficiente para que los chiquillos sentados alrededor de su portal armaran la gritería. Lele se sentía ofendido y blandía lo único que tenía a mano: su navaja de barbero herrumbosa, causando más aprensión en el cliente del momento.

¿Cómo qué no saben quién es Fernando Albuerne? —exagerábamos nuestra ignorancia con gestos, destapando la olla de la verborrea lelense. Algo anda muy mal en este país. Ustedes ni saben quienes son los cantantes que volvían locos a sus viejos.

Entraba a su casa y ponía su tocadiscos. Para joderlo nos tapábamos los oídos. De todas formas no podíamos escuchar la música: O cantaba las canciones desafinando o narraba alguna historia, que casi siempre nos parecía mentira.

Conocí a Albuerne antes que fuera famoso. Su familia tenía una fábrica de jabones. Él venía a venderlos los jueves en una camioneta a mi bodega, siempre tempranito y cantando alto. Le alegraba la mañana a cualquiera. Como era bonitillo, algunas clientas esperaban que llegara para satearle. Él no les hacía caso. —se detenía, a veces, callando hasta pescar la evocación precisa. Al doblar de casa vivía Nora, una mulata que reventaba las costuras de los vestidos con su cuerpazo, parecía una estatua de Venus. Yo la pretendía y ella me rechazaba. Quería ser bailarina y entrar en la farándula. Para salir en las revistas, decía. Cuando Fernandito vino a invitarme a su primer programa de radio, vi los cielos abiertos. Y llevé a Nora a Monte y Prado, haciéndome el que tenía guara en el mundo del artistaje. Gané el primer punto a la salida: Albuerne me saludó y me dio las gracias por haber ido. Unas semanas antes, Fernando había preguntado en Radio Cadena Suaritos cuánto le cobrarían por grabarse un disco. Laureano Suárez, el dueño, lo oyó cantar y lo contrató enseguida. Dicen que lo ayudó pues los dos eran hijos de asturianos. A Fernando Albuerne no le hacían falta favores pa’ llegar arriba . El hombrín no había estudiado canto ni la cabeza de un guanajo, la música le salía del alma. Y con qué dulzura…

¿Y le metiste mano a Nora por fin? —preguntaba el Bola, el mayor de la pandilla, aunque el menor en tamaño.

Respeto, chamaco. Con Nora mejoraron las cosas. La invitaba a donde fuera a actuar Albuerne y se me ponía romanticona con las canciones del Canario de Zabala, como le decían a Fernando. Había nacido en Zabala, un barrio de Sagua de Tánamo, allá en Oriente. Le fue muy bien. Cantó con Olga Guillot, con el Beny, con Celina y Reutilio, con Esther Borja… Se fue de gira por medio planeta. Se hizo amigo de Lecuona, de Frank Domínguez, de Osvaldo Farrés, de todo el mundo, porque era muy cariñoso y zalamero, en el buen sentido de la palabra. Y Nora… poco a poco se fue enamorando de mí, que yo era un mulato de buen ver, no siempre fui el viejo feo de ahora. Nos casamos y tuvimos dos hijos, que me salieron unas lumbreras. A ella la puse a trabajar en la bodega conmigo. Así criamos a los niños, lo mandamos a colegios de pago. Al mayor a los Maristas y al más chiquito al colegio Belén. Y nos fue bien, empujando los dos hasta… —había una fecha que no pronunciaba nunca, como si los fantasmas de aquel cambio lo siguieran amenazando.— En 1958 fuimos a ver a Albuerne a Tropicana, un tremendo show, con Esther Borja y un montón de buenos artistas más. Ya mis muchachones eran grandes. Nora y yo la pasamos muy bien pero fue la última vez que vimos a Fernando. Tan pronto vino el cambio de gobierno se fue pa’ Venezuela, allí siguió triunfando. Aquí empezaron a clausurar clubes, teatros y cabarets, como si divertirse fuera malo. Estuvo bien que desmantelaran los bayuses, aunque ahora hay más putas que antes y andan regadas por ahí cazando dólares; pero nunca entendí por qué coño cerraron los lugares donde la gente iba a bailar y a pasarla bien. Se acabaron los derechos de autor, las reinas del carnaval, el carnaval y la madre de los tomates… Hasta liquidaron las fábricas que hacían discos. Dejaron algunos barcitos con victrolas. En la Ofensiva Revolucionaria de 1968 acabaron con el último. Fernando Albuerne, Ernesto Lecuona, Olga Guillot, Celia Cruz… Todos prohibidos, no se podía ni mencionar sus nombres. Como si nunca hubieran traído la gloria a su país. Una cabrona vergüenza. Y nos encerramos en las cosas de antes. El mundo allá afuera cambiando… Nosotros con los mismos carros americanos del 1940, las mismas batidoras de 1958, los mismos televisores en blanco y negro y la misma mentalidad de antes de…

Te estás poniendo gusano, Lele. No te metas en candela.

Le decíamos, para que no comenzara a echar pestes de cuando le vinieron a quitar su bodega. O de cuando Nora se llevó a los hijos para el Norte y estuvo años sin poder recibir ni una carta. O cuando a su hermano menor lo metieron en el campo de concentración de las U.M.A.P. De los que se fueron y los que encarcelaron… Malos recuerdos. Preferíamos que nos hablara de los prostíbulos que visitaba de joven o de los cantantes y bailes que le gustaban.

A que Fernando Albuerne nunca te dedicó una canción… —el Bola u otro de los más avezados le daban el pie para cambiar la tónica de su disertación. Funcionaba siempre.

Pues se equivocan. En 1954 fuimos a verlo al teatro América, había regresado de una gira por España. Nos sentamos alantico y nos reconoció. «Para una pareja de enamorados que me sigue desde el principio, la canción preferida de él, mi amigo Eulogio Medina». Dijo y me cantó Mírame así, de Sánchez de Fuentes. La habanera más linda que se ha compuesto en Cuba, cantada por la voz más romántica que se ha oído en este país, dedicada a este mismo Eulogio Medina que viste y calza… Todavía se me ponen los pelos de punta cuando recuerdo la nota que sostiene cantando de mi cautivo corazón. Puro sentimiento. Fernando Albuerne, chamacos. No olviden ese nombre. Algún día traerán sus restos a esta, su tierra, como él quería, y los de Celia, los de Olga, los de Lecuona… Y descansarán en paz y en la gloria que se merecen, más que otros. Que las estatuas de los políticos están ahí pa’ que las caguen las palomas, los artistas como Fernando se llevan en el corazón, no importa las saetas que los hieran.

Por momentos se ponía poético. Nos quedábamos callados, sin burlarnos. Aún siendo niño se puede reconocer la sinceridad en la añoranza de un barbero improvisado, viejo taburete, sábana mugrienta y navaja roma incluidos.


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A Matanzas, con el son por puerto.

¿Te encaminas a Varadero de día por la Vía Blanca?

Te quedarás con la boca abierta al acercarte al Puente de Cumanayagua. A su derecha estará la Costa Norte y a su izquierda el Valle de Yumurí. Debajo una garganta siempre verde.

No sabrás a donde mirar, si a las palmas reales de la hondonada, las aves de rapiña volando a tus pies o al mar que quiere robar protagonismo con su azul perfecto.

Cuando, después de seguir viaje, recuperes el aliento aparecerá una bahía, los muchos puentes que la atraviesan y las torres de sus iglesias. Es Matanzas, la tranquilidad convertida en población, capital de la provincia con la que comparte nombre. Tierra querida de mis amores, como pregona el cha cha cha compuesto por Ninón Mondéjar y tocado por la Orquesta América.

¿Viajas a Matanzas usando el viejo tren de Hershey? Si llegas de noche: mejor. La villa tiene una aliada exclusiva: su luna. Por momentos parece que el mar se la quisiera robar. No hay razones para asustarte, el astro sabrá escapar de casi todos los embrujos. Claro que si Celia Cruz le canta, la magia será demasiado poderosa. La voz de la Guarachera de Cuba cantando, arrastra más que dos yuntas de bueyes. Ojalá puedas resistirte.

Una provincia tocada por el encanto de los extremos: el revoltijo de verdes en el Valle de Yumurí, el sorprendente hechizo de las Cuevas de Bellamar, la leyenda de la bella Baiguana convertida por las deidades taínas en la loma del Pan de Matanzas, Cárdenas, ciudad de cangrejos y banderas, la arquitectura loca del pueblo de Colón…

Esa Matanzas te susurrará en el alma ritmo de olas y claves, relajando tu cuerpo con brisas de Caribe. Se merece una rumba como la que le dedica Alexander Abreu, porque tiene su hechizo… y más.


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Con el son por puerto 3. Habana

Tenía tres años cuando llegamos a L’abana. La conocí a través de los ojos de mi padre. Me sentía marinero al cruzar su bahía en la lanchita de Regla, buscando tesoros escondidos por corsarios o caracolas y algas secas en los tres castillos que la protegían de los piratas. Amé esa ciudad como lo hizo Fernando Mulens al componer Habana.

En el casi danzón Hoy mi Habana de José Antonio Quesada, Xiomara Laugart nos permite la esperanza. Los dos hacen vestir a la urbe con sus mejores galas, sentándola en un balcón, a abanicarse y escuchar guitarras.

Marta Valdés, en la voz de Miriam Ramos, quiere mostrarnos esa ciudad suya que no sabemos mirar. Nos quiere sacar a pasear por debajo de los arcos de un portal. Quizás la suya sea una capital vestida con traje nuevo, que algún niño sabrá no ver.

Y es que la ciudad estará en realidad desnuda, esperando aún por una Celia Cruz a la que nunca dejaron regresar. Desde donde esté cualquier cubano hasta L’abana, siempre habrá un camino. El mismo que anduve de niño buscando tesoros, caracolas y algas secas. La misma travesía con que pintamos de nostalgia nuestro barco los ausentes de la isla, son a son.


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Con el son por puerta I

 

           Admirado por su blog, robé esta idea a Eduardo de Frutos. ”El country marca su territorrio” es una serie fascinante y bien pensada. Espero que el hombre a quién Hank Wílliams regaló su sombrero sepa perdonarme.

La mejor puerta para entrar a Cuba no es su tabaco, su ron o su cocina, es el son de la loma, que cantamos en llano. Desde Pinar del Río, al occidente extremo, hasta la caliente Santiago de Cuba al oriente, se le ha cantado a cuanto pueblo y paisaje tiene la isla.

Así, que pasajeros y polizones de Después de la Media Rueda, a navegar conmigo en este imaginario bojeo a sus costas. No habrá mareos ni una sola hora sin avistar tierra, el mar estará como un plato, las brisas refrescarán y las gaviotas cantarán a nuestro ritmo.

Con el son por puerta I

Pinar del Río es la más rural de aquellas provincias caribeñas.

La conozco bien, he sembrado el mejor tabaco del mundo en las vegas de Vuelta Abajo, he hecho el amor en una cabaña de Soroa, rodeado de orquídeas, he explorado las cuevas donde los soviéticos escondieron sus ojivas nucleares, he nadado en las aguas saladas de Playa Las Tumbas, hollado la tierra colorada del Valle de Viñales, tan embelesado como el compositor Néstor Pinelo Cruz y ese son suyo que han interpretado Albita Rodríguez, Celina y Reutilio, el Conjunto Caney, la orquesta Flamboyán…

Zarpamos en el oeste con dos versiones, la de Tito Gómez y la orquesta Riverside y luego la de Celia Cruz y la Sonora Matancera, en sus mejores momentos.

 

 


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De ratones y arbolitos de Navidad

Estaba terminando noviembre de 1969. Las temperaturas habían bajado a veinticinco. Mi madre se cubría con mantas para ver la televisión, después de beber ponche de leche. Yo comenzaba a molestar a Tía Nena.

¿Cuando vamos a poner el arbolito? —y la tocaba insistente en el hombro.

Mi padre había carpinteado una especie de conífera con ramas secas y una base de madera, pintada de blanco. Era, año tras año, nuestro arbolito de navidad, que entonces habría que esconder en el comedor. Habían prohibido celebrar fechas religiosas pero la Nochebuena se cenaba en familia. «Ahora que son niños que tengan ilusiones, después la vida se encargará de enseñarles realidades», filosofía materna.

¿Cuando toca poner el arbolito?

A veces formaba dúo con mi hermana Carmen; otras se sumaban los primos. Para ellos yo era una especie de capitán. 

¿No es hora ya de poner el arbolito?

Al fin Nena cedió. Sacamos las cajas con los adornos. Cuando las abrimos vi, por primera y última vez, un nido de ratones. Allí estaban los recién nacidos, con las cerdas aún húmedas. A los niños nos pareció algo tierno. Mi madre nos tomó por las manos y sin decir nada nos sacó de allí. Oí gritos, correcorre, golpes en el suelo, paredes y muebles. Dos ratas habían atacado a papi, defendiendo sus crías. La mayoría de las bolitas de fino cristal se rompieron. El disco navideño de Celia Cruz, también prohibida, se había roto. Otra víctima de los golpetazos con que ajusticiaron a los roedores.

Pasamos varias tardes recogiendo bayas y semillas que luego pintamos. Fue algo divertido. Con aquello improvisamos un arbol de Navidad.

Llegó Nochebuena. No hubo otra cosa que col guisada con salsa de tomate y un arroz con sabor a trapo viejo que se pegaba al cielo de la boca. Los adultos no hablaron. La política era tema prohibido por abuela Nené. Mis padres pensaban de una forma distinta entre sí. Eso traía a veces agrias discusiones. Sin embargo, esa noche todos parecieron estar de acuerdo. En medio de la comida llegó el apagón. Tía Nena, acostumbrada, se levantó a buscar algo con que alumbrarnos. Mi madre rompió en llanto y se fue a su cuarto. Mi padre salió tras ella. Volvieron abrazados. Una de las poquísimas veces que los he visto mostrándose amorosos. 

El año anterior, por esas fechas, tío Chique se había ido de Cuba. No soportaba vivir en un país así. Era el hijo preferido de Nené. Ella sentía aquella separación muy dentro. No podían comunicarse con nosotros, las cartas desaparecían en el camino y llamar por teléfono era casi imposible.

Muchos la están pasando peor. Hay demasiada hambre, guerras e injusticia en el mundo. Estos niños crecerán y estudiarán una carrera universitaria. No pasarán por lo que pasamos nosotros. Estamos juntos y es lo importante. Feliz Navidad y punto. —sentenció Nené, la matriarca. Su voz me sonó rara. 

«Ya es tiempo de poner el arbolito.» Volvió a insistir aquel niño que llevo dentro en estos días finales de 2013. Recargué el abeto artificial con bolas brillantes y guirnaldas. Resulta groseramente barroco. 

Invité a los amigos a cenar. Reiremos, comeremos lo más típico de la comida cubana, beberemos vino y escucharemos esos villancicos que no conocíamos u olvidamos.  

Por todos los años que no la pudimos celebrar en Cuba y para mis jóvenes amigos cubanos, que no acaban de entender «por qué arman tanto lío con la Nochebuena esa»:

Feliz Navidad.