Lele vivía casi en la esquina de Calzada del Cerro y Churruca. Había improvisado una barbería en su portal: un taburete, una sábana mugrienta, un plumero para sacudir pelo, escoba y recogedor. Los que entregaban sus cabezas al viejo debían sostener un trozo de espejo e indicarle cómo querían el corte. Paso a paso.
Los tres pesos del precio incluían estremecimientos, carraspeos y tragadas en seco, al verlo sacar filo a la navaja oxidada en la tira de cuero. Ninguno estaba dispuesto a dejarle la oreja de propina.
Lele no necesitaba dinero, además de su pensión recibía mensualidades del Norte. Solo se procuraba un poco de compañía, algo de entretenimeinto en su vejez.
—A ustedes lo que les hace falta es oír a Fernando Albuerne, la voz más romántica que ha dado Cuba. Pa’ que aprendan desde jovencitos como enamorar a una mujer, con elegancia y finura.
Era suficiente para que los chiquillos sentados alrededor de su portal armaran la gritería. Lele se sentía ofendido y blandía lo único que tenía a mano: su navaja de barbero herrumbosa, causando más aprensión en el cliente del momento.
—¿Cómo qué no saben quién es Fernando Albuerne? —exagerábamos nuestra ignorancia con gestos, destapando la olla de la verborrea lelense. —Algo anda muy mal en este país. Ustedes ni saben quienes son los cantantes que volvían locos a sus viejos.
Entraba a su casa y ponía su tocadiscos. Para joderlo nos tapábamos los oídos. De todas formas no podíamos escuchar la música: O cantaba las canciones desafinando o narraba alguna historia, que casi siempre nos parecía mentira.
—Conocí a Albuerne antes que fuera famoso. Su familia tenía una fábrica de jabones. Él venía a venderlos los jueves en una camioneta a mi bodega, siempre tempranito y cantando alto. Le alegraba la mañana a cualquiera. Como era bonitillo, algunas clientas esperaban que llegara para satearle. Él no les hacía caso. —se detenía, a veces, callando hasta pescar la evocación precisa.— Al doblar de casa vivía Nora, una mulata que reventaba las costuras de los vestidos con su cuerpazo, parecía una estatua de Venus. Yo la pretendía y ella me rechazaba. Quería ser bailarina y entrar en la farándula. Para salir en las revistas, decía. Cuando Fernandito vino a invitarme a su primer programa de radio, vi los cielos abiertos. Y llevé a Nora a Monte y Prado, haciéndome el que tenía guara en el mundo del artistaje. Gané el primer punto a la salida: Albuerne me saludó y me dio las gracias por haber ido. Unas semanas antes, Fernando había preguntado en Radio Cadena Suaritos cuánto le cobrarían por grabarse un disco. Laureano Suárez, el dueño, lo oyó cantar y lo contrató enseguida. Dicen que lo ayudó pues los dos eran hijos de asturianos. A Fernando Albuerne no le hacían falta favores pa’ llegar arriba . El hombrín no había estudiado canto ni la cabeza de un guanajo, la música le salía del alma. Y con qué dulzura…
—¿Y le metiste mano a Nora por fin? —preguntaba el Bola, el mayor de la pandilla, aunque el menor en tamaño.
—Respeto, chamaco. Con Nora mejoraron las cosas. La invitaba a donde fuera a actuar Albuerne y se me ponía romanticona con las canciones del Canario de Zabala, como le decían a Fernando. Había nacido en Zabala, un barrio de Sagua de Tánamo, allá en Oriente. Le fue muy bien. Cantó con Olga Guillot, con el Beny, con Celina y Reutilio, con Esther Borja… Se fue de gira por medio planeta. Se hizo amigo de Lecuona, de Frank Domínguez, de Osvaldo Farrés, de todo el mundo, porque era muy cariñoso y zalamero, en el buen sentido de la palabra. Y Nora… poco a poco se fue enamorando de mí, que yo era un mulato de buen ver, no siempre fui el viejo feo de ahora. Nos casamos y tuvimos dos hijos, que me salieron unas lumbreras. A ella la puse a trabajar en la bodega conmigo. Así criamos a los niños, lo mandamos a colegios de pago. Al mayor a los Maristas y al más chiquito al colegio Belén. Y nos fue bien, empujando los dos hasta… —había una fecha que no pronunciaba nunca, como si los fantasmas de aquel cambio lo siguieran amenazando.— En 1958 fuimos a ver a Albuerne a Tropicana, un tremendo show, con Esther Borja y un montón de buenos artistas más. Ya mis muchachones eran grandes. Nora y yo la pasamos muy bien pero fue la última vez que vimos a Fernando. Tan pronto vino el cambio de gobierno se fue pa’ Venezuela, allí siguió triunfando. Aquí empezaron a clausurar clubes, teatros y cabarets, como si divertirse fuera malo. Estuvo bien que desmantelaran los bayuses, aunque ahora hay más putas que antes y andan regadas por ahí cazando dólares; pero nunca entendí por qué coño cerraron los lugares donde la gente iba a bailar y a pasarla bien. Se acabaron los derechos de autor, las reinas del carnaval, el carnaval y la madre de los tomates… Hasta liquidaron las fábricas que hacían discos. Dejaron algunos barcitos con victrolas. En la Ofensiva Revolucionaria de 1968 acabaron con el último. Fernando Albuerne, Ernesto Lecuona, Olga Guillot, Celia Cruz… Todos prohibidos, no se podía ni mencionar sus nombres. Como si nunca hubieran traído la gloria a su país. Una cabrona vergüenza. Y nos encerramos en las cosas de antes. El mundo allá afuera cambiando… Nosotros con los mismos carros americanos del 1940, las mismas batidoras de 1958, los mismos televisores en blanco y negro y la misma mentalidad de antes de…
—Te estás poniendo gusano, Lele. No te metas en candela.
Le decíamos, para que no comenzara a echar pestes de cuando le vinieron a quitar su bodega. O de cuando Nora se llevó a los hijos para el Norte y estuvo años sin poder recibir ni una carta. O cuando a su hermano menor lo metieron en el campo de concentración de las U.M.A.P. De los que se fueron y los que encarcelaron… Malos recuerdos. Preferíamos que nos hablara de los prostíbulos que visitaba de joven o de los cantantes y bailes que le gustaban.
—A que Fernando Albuerne nunca te dedicó una canción… —el Bola u otro de los más avezados le daban el pie para cambiar la tónica de su disertación. Funcionaba siempre.
—Pues se equivocan. En 1954 fuimos a verlo al teatro América, había regresado de una gira por España. Nos sentamos alantico y nos reconoció. «Para una pareja de enamorados que me sigue desde el principio, la canción preferida de él, mi amigo Eulogio Medina». Dijo y me cantó Mírame así, de Sánchez de Fuentes. La habanera más linda que se ha compuesto en Cuba, cantada por la voz más romántica que se ha oído en este país, dedicada a este mismo Eulogio Medina que viste y calza… Todavía se me ponen los pelos de punta cuando recuerdo la nota que sostiene cantando de mi cautivo corazón. Puro sentimiento. Fernando Albuerne, chamacos. No olviden ese nombre. Algún día traerán sus restos a esta, su tierra, como él quería, y los de Celia, los de Olga, los de Lecuona… Y descansarán en paz y en la gloria que se merecen, más que otros. Que las estatuas de los políticos están ahí pa’ que las caguen las palomas, los artistas como Fernando se llevan en el corazón, no importa las saetas que los hieran.
Por momentos se ponía poético. Nos quedábamos callados, sin burlarnos. Aún siendo niño se puede reconocer la sinceridad en la añoranza de un barbero improvisado, viejo taburete, sábana mugrienta y navaja roma incluidos.