Según el de los arrumacos, sabe bailar algo de salsa. Es dificil dominar sus casi dos metros de carne de oso, así que me dejo llevar. Me divierte al principio. Intento enseñarle. Aprende los pasos, pero no hay manera que le coja el tumbao a la clave. Recuerdo cómo lo aprendí yo, hace más de cuarenta años, en mi Habana.
Para evitar que pegara mi pelvis a la de la prima Lolita, tuvieron que atarme una correa de perros a la cintura. Mi padre estaba cansado de halarla. Mi idea del baile era estarle arrimando el paquete a la pareja todo el tiempo. Media familia, y parte del vecindario, trataba de enseñarme a dar los pasos más sencillos del son. Habíamos comenzado temprano en la mañana.
—¿Cuándo aprenderá este niño a menear el esqueleto? No sabe diferenciar la izquierda de la derecha y tiene el oído cuadrado. Imposible. —soltó mi madre, camino al trabajo.
Hacía meses mi viejo había comprado un anillo de plata para que yo identificara las manos. Me gustaba, lo llevaba siempre puesto; pero no había resuelto problema alguno. Ya sabía cuál era mi zurda, pero nada distinguía mi derecha. Tenía que razonar para reconocer el pie izquierdo, además. Una demora imperdonable en un bailador.
Probaron varias extrategias: haciéndome contar los pasos, moviéndome al compás de todos en comparsa, con tacones altos para lograr el balance y perder la vergüenza, con una venda en los ojos… Se escuchaba toda propuesta por muy extravagante que pareciera. Ninguna funcionaba.
Nuestra vecina Rósula se sumó a las clases, alarmada. Empezó a acentuar la clave con palmadas. Me hizo repetirlo. Las claves son dos pequeños cilindros de madera, llevan el compás de casi toda nuestra música. Con su «ta ta ta tatá» recalcan la síncopa del son. Seguir su toque es la única manera de bailar en tiempo. Unos pocos intentos y lo logré. No tenía el oído tan cuadriforme. Mis manos reproducían el ritmo. Perfecto. Pero mis pies continuaban negándose.
Sobre las diez de la noche, mi viejo me alejó de la multitud.
—Afloja las rodillas, dóblalas un poco y sigue el ritmo con las caderas, la cintura y los hombros. Relájate y siente la música. Olvida lo demás. Es lo único que tienes que hacer. Da lo mismo que empieces con la derecha o la izquierda, la pareja que te siga. ¿Cúantas veces has leído Un capitán de quince años? Siempre comentas el miedo de Nam pues no quiere volver a ser esclava. Eso era lo que querían los africanos con esta música. Olvidar que estaban lejos de su tierra y encadenados. Creerse sin dueños por unos minutos.
Me detuve un momento a oír el son. Me concentré y sentí el «ta ta ta tatá». Imaginé lo que era poder borrar todo lo negativo en la vida y amarrarse al ritmo de las claves. No era tan difícil. Dejé a mi cuerpo reaccionar por sí solo, como hacen los budistas con su mantra del om o los derviches giróvagos sufistas con la percusión obsesiva en sus danzas mevlevi. Pensé que nadie es totalmente feliz, por una razón u otra y bailé para serlo. Abrí los ojos con la carcajada triunfal de mi viejo.
—¿Tú ves? Llevas la música adentro m’ijo. Déjala salir.
Un poco después de las once de la noche, cuando mi madre regresó del hospital donde trabajaba, se habían ido todos y yo le había cogido el ritmo al son, para su alegría.
Ya no llevo anillo alguno. Sigo sin saber, después de haber rebasado la media rueda cumplida, cuál es la izquierda o la derecha. Todavía comienzo lo mismo con un pie que con el otro.
Observo menearse al de los arrumacos. Marca bien los pasos, después de todo son tan sencillos como caminar, pero de cogerle el compás a la música: nada. Su raza no conoce de esclavitudes, de destierro ni de lejanías. Me será muy duro hacerle sentir el tumbao de la clave, mas sigo intentando. En algún momento necesitará expresar su felicidad y sentirse libre mediante el baile, aunque sea solamente a lo largo de un son.