Tenía veintiún años cuando pasé en Varadero un mes sin bañarme con agua dulce, usando una casa de campaña por refugio, pescando unas veces y otras andando al pueblo para comer sobras de una pizzería. Rodeado de amigos que leían sus poemas, cantaban acompañados de sus guitarras y nadaban desnudos de noche, cubiertos por plancton fosforescente. Allí probé placeres que avergonzarían a Bocaccio, dormí en una balsa para evitar mosquitos y conté historias de aparecidos en madrugadas de tormenta.
Aún no he visto arenas más finas y más brillantes, aguas más cristalinas ni con un color tan especial, un cielo nocturno tan todo estrellas, aletas de delfines circundando mi lecho o leído un libro con tanta tranquilidad, bajo la sombra de una mata de uvas caletas. La brisa era amiga de mi cuerpo sin ropas, saciaba mi sed con el agua de los cocos y el pescado con jugo de limón, crudo y recién atrapado, me resultaba pecaminosamente delicioso.
Varadero se moja en lo más septentrional de la isla grande, en ese archipiélago que es Cuba. No hay más tierra firme después de Punta Hicacos, Las Morlas, la zona entonces despoblada donde habíamos puesto campamento. Ahora ha perdido el encanto, afeada por hoteles de cadenas extranjeras. Ya el plancton fosforescente ha huido, los hippies también.
Cuando Beny Moré, con letra y música suyas y Rosa Fornés, en una composición de Tania Castellanos, le cantaron, era todavía un tesoro desconocido. Por eso detengo la nave en este puerto y comparto con mis lectores la playa azul y su paz. Quizás puedan correr por su orilla, hacer castillos con sus arenas, catar el sabor de su sal en los labios, esperar por sus luceros al anochecer, palpar la tersura de su arenilla…
Ojalá pudieran percibir Varadero como lo hice entonces, con todos mis sentidos.