Mes de julio en L’abana. El sol castigando, el sudor pegado a la piel, los espejismos emanando del asfalto de la Calzada del Cerro, olor a guayabas maduras, refresco de cañadonga y la vecina Rósula Colombat hablando horas sobre el carnaval de Santiago de Cuba.
—¡Esos sí son carnavales! Los de L’abana son como ir a un teatro y ver pasar las carrozas… La gente solo mira y se emborracha.
Crecí oyendo la misma cantaleta. A los veinte años no aguanté más, me monté en un autobús interprovincial con mi vecina y su hijo René Nápoles para pasarme una semana en Santiago.
El Gallego, el historiador de la familia y su hermana Chicha, los hijos de Cuquita, me pasearon por una villa con mucha sandunga. Y me prepararon para las diferencias, el día 25, caminando hacia el barrio de Los Hoyos:
—La conga habanera es elegante, con pasillos que marcar, por eso es tan aburrida, un baile de blanquitos. Para eso tenemos aquí también los paseos de carnaval, pa’ la gente fina. La conga santiaguera es la de verdad, corre de la sangre a la cintura. Se arrolla sin levantar las plantas de los pies y en chancletas. Si son de palo mejor pa’ que suenen.
—Cuéntale de dónde salen, Gallego. —La sensual Chicha le pide a su hermano, que me mira con sus ojazos verdes y explica:
—Cuando en el siglo XVII los amos dejaron que sus esclavos salieran en las procesiones del patrón de la ciudad, Santiago Apóstol, se armó la gozadera. Eran kilómetros y kilómetros de recorrido. A la gente de los barrios más pobres se les metió en la cabeza algo pa’ no cansarse, algo entre caminar y bailar: arrollar.
Cuando pusimos el primer pie en Los Hoyos me sorprendió la homogeneidad de la muchedumbre. En mi barrio habanero del Cerro se mezclan razas y colores. Los Hoyos era alegría africana pura. Rósula y su hijo ya nos esperaban.
Sonó primero la trompeta china, luego los cueros de los tambores bien calientes y los hierros de las campanas dieron el ritmo. Arrancó la comparsa de Los hijos del Cocoyé.
Unos meses antes, siendo finalistas mi pareja de baile y yo, había perdido una competencia de baile por culpa de la conga habanera. No hubo manera de que aprendiera a bailar su coreografía, no la sentía, no pude bailarla. En Santiago estuve arrollando horas, con Rósula, cercana a sus setenta años, René y los hijos de Cuquita al lado mío. No sé si sentí lo mismo que ellos. Estuve casi en trance todo ese tiempo, la música metida en mí, yo metido en la música…
Jamás volví a chistar cuando Rósula habló sobre sus carnavales. En ninguna pista de baile he vuelto a sentir lo mismo, ninguna orquesta o grabación me ha dado fuerza para moverme horas y horas a su compás como aquella sencilla percusión, loma arriba, loma abajo por las calles de Santiago de Cuba. Eso… no lo olvido.