DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Clásicos aplatanados

 

Cuando cruzamos un burro con una yegua nace una mula o mulo, casi siempre estériles. Pero si mezclamos ritmos afrocubanos con Beethoven, Bach o Chaikovsky, lo más posible es una explosión de asombro para algunos, alegría y complacencia para otros, nada infecundo en sentimientos. Sverre Indris Joner se ha dedicado a hacer fusiones, primero del tango argentino y ahora de música cubana, con piezas cultas europeas.
El resultado me ha puesto a gozar como una cucaracha en una lata de leche condensada desde hace semanas. No dejo de escuchar a la Høveden Social Club con la Kringkastingsorkesteret, acompañados de percusionistas cubanos en concierto desde Oslo, en la vecina Noruega.

 

 

El barroco y lo clásico, el nacionalismo romántico me saben mejor con el tumbao de un piano y el ritmo de la tumbadora. No tenemos trineos noruegos en L’abana pero Sverre se ha paseado por sus barrios y se ha empapado en afrocubanía. Y me ha puesto a mover el esqueleto como buen timbero que soy.
Nunca la Danza de los copos de azúcar del Cascanueces de Chaicovsky me había parecido tan mía, ni ese Danubio azul por el que corrren aguas de danzón, tango congo y conga santiaguera me había resultado tan cosquilloso en los pies.
¿Bach y Beethoven se estremecen en su tumba? ¿El divino sordo hubiera marcado un pasillito con una mulatona cubana? ¿Mozart hubiera hubiera machacado las teclas del piano en un montuno para su Eine kleine vacilón? No lo puedo saber.

 

 

Con todo el respeto para creadores a los que considero titanes, me quito el sombrero y tiro la silla al piso por culpa de este nórdico aplatanado en compases y armonías. Con la complicidad de estos músicos que tocan con tanto sabor a mar Caribe.
Maestro Sverre Indris Joner, es usted el principal inculpado de mi penuria. Lo siento pero tengo que bailar o reviento, es algo genético. Seguro que el burro, la yegua y la mula tampoco podrían evitarlo.

 


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Las Alturas de Simpson, parte 2, México

                                                                                                                                       

                                                                                                                                        para Luis Liñante

Ahora cumpliré mi promesa. —dijo despacio Laíto. —En los tiempos que viví en Santiago de Cuba, le hice un daguerrotipo a la charanga de Enrique Bueno. Ese tipo de fotografía lleva mucho tiempo de exposición. Los retratados deben estar inmóviles casi minuto y medio, pero el timbalero, un niño, acariciaba el cuero de sus tambores, ansioso por hacerlos sonar. Enrique lo reprimió con dureza. Nos demoramos el doble de lo pensado, hasta lograr que el muchacho estuviera tranquilo. Resultó ser Acerina, el hijastro de Enrique. A pesar de que fue el culpable del retraso, me cayó en gracia. Adiviné que la música, sobre todo el danzón, era lo suyo. El tiempo perdido con la foto fue en balde, unos meses después se fue a México. Tendría unos catorce años.

Acerina me suena raro. —apuntó abuela.

Consejo Valiente se llama. Más raro todavía. Lo apodaron Acerina, pues tenía la piel tan negra como una piedra preciosa, la hematita especular. 

Con Estanislao se aprendía de todo. Era el aventurero oficial de la famila. Mambí, fotógrafo en Santiago y Nueva York y joyero en la Habana. Se había acomodado gracias a sus negocios de joyería, que lo había llevado por medio continente. Nunca se casó, pero había roto unos cuantos corazones, incluso el de Esther Borja en Venezuela.

Esa fue mi primera sobremesa con los adultos, después del arroz con pollo y el boniatillo de postre. A los niños les ponían una mesa aparte en el patio, cuando había visita. No debíamos escuchar las conversaciones de los mayores. Ese domingo me dejaron quedarme con ellos, a petición de Estanislao.

Enrique Bueno trabajaba como un buey, con la charanga y lo que fuera. Tenía malas pulgas y se le iba la mano con los cintazos. No les alcanzaba ni para comer, con tantos hijos e hijastros. Algunos lo ayudaban recogiendo sancocho para los puercos. Hasta entrenaron un chivo enorme y lo pusieron a remolcar un carrito. Cobraban centavos por pasear en el vehículo, adornado con banderitas cubanas, a cuatro o cinco niños por las calles de Los Hoyos. Ni así daban las cuentas. Enrique aprovechó que una orquesta improvisada se iba a Yucatán y mandó al chiquillo con ellos. Uno menos que mantener, el más revirado además. Bien tratado por la gente de la charanga, Acerina cargaba los instrumentos y los asistía en todo. Mientras aprendió a dominar el timbal. Ganaba sus quilitos. De vez en cuando mandaba algo a su madre y hermanos, que era muy bien recibido.

¿Y cómo sabes todo eso? —abuela recogió la vajilla y se quitó el delantal. Eso quería decir que mi señor padre tenía la cocina a su disposición para colar el café, su especialidad.

La hermana mayor de Acerina limpiaba la casa de tu tío Lino. La pobre, no sabía leer. Me traía las cartas del negrito para que se las leyera. A veces me las hacía repasar una y otra vez. Al principio Consejo echaba de menos su país y su familia. Pensó regresar muchas veces, pero parece que echó raíces.

¿Y dice usted que alcanzó la fama? Aquí nadie lo conoce…

En uno de mis viajes de negocios a la patria de los aztecas, después de la guerra contra Hitler, me invitaron al Salón México, donde tocaba Consejo. Ya estaba cuarentón. No era un sitio muy aristocrático que digamos. Registraban a los hombres en la puerta. Las reyertas y cuchilladas eran habituales. Pero la música era buena y se bailaba bien, alternando el cuadro, con el suavecito y el triángulo, entre otros pasos. Igualito que aquí. Yo esperaba escuchar Almendra, Fefita, Tres lindas cubanas… Cuando tocaron una pieza que se llama Nereidas y otra: Rigoletito, con aires de la ópera de Verdi, los bailadores se pusieron frenéticos. ¿Y a qué no te imaginas, aprendiz de curioso, a quién conocí bailando en el Salón México? ¡A Litico Rodríguez!

Litico era mi locura. El gordo gozador que bailaba como nadie en Cuba. Mis padres lo habían visto en el teatro, en la puesta de «Un día en el solar». Yo lo conocía de la televisión.

¿Bailando danzones? —preguntó mi padre mientras servía el café a los mayores.

Eso y rumba, son montuno, guaguancó, conga… todo lo que sonara a cubano. No lo conocía, pero adiviné de dónde venía cuando lo vi menearse. Me le acerqué y le susurré: usted viene de donde crecen las palmas reales, compatriota. No hace falta más que verlo mover el esqueleto para saberlo. Soltó una carcajada. Después lo invité a unas cervezas, se sentó a mi mesa y hablamos. Le conté qué me traía al salón de bailes. En el primer descanso me llevó a ver a Acerina. Recordaba la foto, pero no a mí. Cuando le hablé de su hermana y familia se emocionó. Era una estrella, los bailadores lo adoraban. Me contó como formó su danzonera con mucho esfuerzo. El sindicato de artistas es muy fuerte por allá. Igual que después a Dámaso Pérez Prado, le pusieron trabas. Exigieron usar una mayoría de instrumentistas mexicanos. Ya el género de Faílde era tradición, después de haber entrado por Mérida en el ochenta y pico. No le fue tan difícil encontrar buenos músicos, cubanos y del patio. El timbalero se aferró al ritmo matancero, era lo único que llevaba consigo de su país. En aquel lugar lo que más se tocaba era danzón. No se imaginan cómo gustaba. Pusieron para aprenderlo academias y todo, por todo México.

Pero si se baila en un ladrillito… Hay que tener dos pies zurdos pa’ no cogerle el paso.—mi padre me miró, burlón.

Yo era incapaz de danzonear. Nunca he aprendido a bailar cha cha cha, mambo, casino o el hustle cuando se puso de moda la música disco. Lo mío es dar brincos y contonearme. De marcar coreografías, nada.

Con las glorias, se olvidan las memorias. Seguro que desatendió a su familia. — murmuró abuela. Estanislao tenía oído de tuberculoso.

No’mbre no, Nené. Consejo mandó cartas y dinero conmigo. Una tarde de mayo, se me apareció su hermana, bajo tremendo aguacero. Traía un paquete envuelto en hule bajo el brazo. Lo desenvolvió como si fueran copas de cristal de Baccarat. Era el primer disco de Acerina y su Danzonera. Su nombre en la carátula, con letras grandes. Se lo puse en mi gramófono. Ella no decía nada cuando terminaba la última pieza. Me miraba con ojos lacrimosos. Yo entendía y se lo volvía a poner. Después, las cartas se fueron distanciando pero envió más grabaciones. Aquí tienen que estar, en el montón que ustedes no quieren tocar nunca. Antes de que la familiar del timbalero muriera, pidió que me confiaran a mí los discos.

Cuando Estanislao León quiso ingresar en el asilo (procuraba no molestar, aclaraba) trajimos sus cosas y recuerdos para la casa.

Sabes bien adonde están. Ve a buscarlos.—Me ordenó abuela. —Ya me están entrando ganas de oír al Acerina de marras y sus Nereidas.

Corrí a hacerlo, no quería perderme nada del cuento. Puse la aguja en el primer surco del disco y eché a andar el tocadiscos. Nos resultó raro.

Parece una retreta militar en el Parque de Cruces… —soltó mi padre, siempre jocoso. Al anciano le cambió la expresión del rostro.

Es como viajar en el tiempo. Atrás, muy atrás. Antonio María Romeu, Barbarito Diez, Dominica Verges, la orquesta Aragón… interpretan distinto el danzón. Ese negrito que acariciaba los cueros de sus timbales, inquieto por sacarles música, lo hace sonar como lo hacía su padre o la orquesta de su padrastro.

Pero… de eso hace casi un siglo. La música, los bailes, todo ha cambiado. —Papi no se callaba, sorprendido por el sonido de la orquesta.

En el mundo entero se bailan los valses como los tocaba Johann Strauss, no se cambia lo inmejorable. Acerina, más que ningún otro músico, es el causante de que el danzón sea adorado fuera de su patria. Por eso hay que respetarlo, a él y a la música que hace.—aseguró el anciano. —Y no quiero hablar más del tema.

Laíto León o de León, como descubrimos hace poco que era realmente su apellido, murió un año después. Le falló el corazón mientras dormía. Acerina falleció en México, a los ochenta y ocho años. Pasó tocando, arreglando y componiendo danzones setenta y seis de ellos. Cuando vi en Youtube este video suyo hace unos meses, me alegré, por la existencia de Consejo Valiente Robert y por la de los mexicanos que bailan danzón, sintiéndolo suyo.


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Las alturas de Simpson

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Estanislao León era veterano de las Guerras de Independencia. El último tío vivo de mi abuela materna. Un solterón de ciento tres años. Yo sólo tenía doce. Me gustaba ponerle los discos de Mariano Mercerón, Barbarito Diez y la Orquesta Aragón en su tocadiscos Zenith. Las memorias le venían a la cabeza con rapidez. La música y la fotografía fueron sus dos únicas novias, aseguraba.

La culpa de todo este lío con la paternidad del danzón la tuvo Acerina… De todas formas el danzón no es ni cubano ni mexicano, es español.

Con todo mi respeto. ¿De dónde sacó usted que el danzón es español? ¿Y ese Acerina quién es?

Preguntó mi abuela Nené a Laíto, como le decíamos a Estanislao. Nené lavaba la ropa blanca en el patio y escuchaba atenta nuestra conversación. Traíamos al anciano los fines de semana desde el cercano asilo Santovenia. A veces, mi padre me dejaba en el hospicio cuando pasaba por allí camino del estadio, a ver el beisbol, a consumir su dosis de pelota diaria durante la temporada. Laito me hipnotizaba con sus cuentos de daguerrotipos, independentistas, músicos y políticos hasta que papá regresaba a recogerme, terminado el juego.

Aquél mediodía de domingo estábamos todos en casa. El veterano sonrió y me palmeó un hombro. Olía a colonia Old Spice, no sabíamos de donde la sacaba. Tenía puesta su guayabera descolorida y almidonada. Un lacito rojo al cuello y el sombrero de pajilla sobre la rodilla. Voz de gallito ronco, como si hubiera vuelto a la adolescencia después de vivir tantos tiempos.

Lo contaré todo. Y tú, ten paciencia, mi aprendiz de curioso. —así me llamaba — Mi padre me llevó a Matanzas con él, a fines de 1878. Mi hermana Santiaga, la madre de tu abuela, era una entusiasta bailadora de contradanzas. Cuéntame que se baila por allá, me encomendó tu bisabuela. Yo tendría tu edad y nada entendía de danzas ni del protocolo de los salones. Poco habré de contarte, respondí. Me equivocaba.

Escucha bien, que te van a narrar algo importante.interrumpió abuela, conocedora de la anécdota.

Salimos a cumplir la diligencia que nos llevaba a la Atenas de Cuba. Andábamos el callejón de Gumá, cuando escuché una música diferente. Me adelanté corriendo y miré a través de las rejas de una villa. La curiosidad es una dama caprichosa. Nunca mis oídos habían captado una melodía con aquel ritmo. Más lento que la contradanza, con una cadencia diferente.

A mamá Santia le daban sofocos por bailar las contradanzas. Eran demasiado rápidas pa’ este país tan caluroso. Y más con tanta tela, corset, miriñaque, polisón…abuela enriquecía la historia con su toque femenino. —Las parejas no tenían tiempo para hablarse ni romancear. Las chaperonas vigilando. Hubo que inventar un lenguaje secreto al abanicarse. Si movías el pericón de una manera significaba una cosa, otro movimiento y decías si o no. Además en los carnet de bailes se dibujaban símbolos. Tú los has visto

Claro, nos los enseñaron las Torres.

Eran dos vecinas que vivían en una verdadera casona colonial, con cochera, patio central con fuente y jicoteas. Mi hermana y yo nos pasábamos horas con ellas, mientras nos mostraban curiosidades de su juventud. A veces nos disfrazábamos. Yo con un terno rallado, cuello de pajarita y sombrero de bombín, mi hermana con vestidos de tejido descolorido y abanicos que aprendió a abrir y cerrar con coquetería. De su muñeca colgaba un carnet, donde se anotaban las parejas para cada pieza. Los de Asunción, una de las dos hermanas Torres, estaban repletos de nombres cómicos para nosotros: Aniceto, Remigio, Hermenegildo, Ruperto…

Volviendo a Matanzas y el callejón de Gumá: cuando papá me alcanzó venía sonriendo. Laito retomó la batuta. La reja a la que me había agarrado para escuchar, era la de la casa a la que íbamos. Coincidencia divina. Allí vivía el conde Bellido Luna. Nunca supé que llevaba a mi señor padre allí, meterse en asuntos de adultos era prohibitivo para los niños. Me dejaron sentado en un pasillo desde donde se veía la orquesta. Varias parejas ensayaban algo que me pareció atrevido para la época. Enlazaban sus cuerpos y se tocaban las espaldas. De vez en cuando descansaban, guiados por un cambio en la melodía. Paseaban del brazo, conversaban, las mujeres se abanicaban. El timbal y el güiro marcaban el ritmo, reemprendían la danza. Después supe que la orquesta era la de los hermanos Failde, con el cornetista Miguel al frente. Interpretaban una pieza dedicada a ”Las alturas de Simpson”, los terrenos del americano Louis Simpson, donde Miguel jugaba el beisbol.

¿Ya se jugaba pelota entonces? A mi padre escuchar la palabra beisbol lo desordenaba. Aún lo desordena a sus ochenta y tres años.

Los negocios (el contrabando) con las trece colonias nos habían acercado mucho a lo que después se convirtió en los Estados Unidos. Algunos criollos que regresaron de su exilio norteamericano después de la primera Guerra de Independencia nos trajeron el anexionismo, los daguerrotipos y el beisbol. Pero sigamos con el danzón y mi aventura. Problemas con el tren nos dejaron varados. Papá decidió que navegaríamos a Nuevitas, regresando días después de lo planeado. Hubimos de pasar el fin de año en Matanzas. Impresionado por mi interés por la música, Bellido Luna nos invitó al club de la ciudad la primera noche de 1879. No se permitían infantes, pero hicieron una excepción conmigo. Lo volví a ver todo sentado en un rincón. Una fiesta de fausto incomparable. Alegría y jolgorio, como si diez años de luchas libertadoras no hubieran mellado la hilaridad de los matanceros. La mayoría de los bailadores eran mulatos o gente de color, libertos o nacidos libres. Habían formado una clase social nueva. Fuerte económicamente.

Antes dijo que el danzón era español. —Esta vez fui yo quién interrumpió. Laito soltó una carcajada.

¿Se te olvidaron tus clases de historia? Cuba no existió como país hasta 1902. Cuando se estrenó oficialmente el primer danzón, éramos una provincia de ultramar de España.

¿Entonces usted tampoco es cubano, si no español?

¡Niño! Esta sangre que corre por mis venas es cubana, desde muchas generaciones antes de la mía. Tu tienes de canario por parte de tu padre, pero por el lado materno, incluso de los Ávalos, todo en nosotros es cubanía.

Me sentía orgulloso de aquella aclaración, pero tuve dudas en algo más.

Usted dijo que el danzón se estrenó oficialmente…

Ahí se complica sobremanera el asunto. El compositor Manuel Saumell había escrito ”La Tedezco” antes. A mí no se me parece en nada a un danzón, pero algunos señalan tal habanera como precursora del género. La Orquesta de los Faíldes llevaba tiempo tocando cosas por el estilo, pero no le gustaba a las autoridades ni a la aristocracia española. En el barco que nos llevó después de regreso, (casi fue el bajeo a la isla y me aburría) recuerdo haber leído el periódico ”La aurora de Yumurí”. Hablaba horrores del baile, tildándolo de ”cosa de negros”. Creo que con el danzón, entre otras cosas, se estaba cocinando una cultura criolla que le molestaba a los colonialistas. Eso me llamó mucho la atención.

Mamá siempre narraba con el entusiasmo que regresó usted de Matanzas, contándolo todo con el mínimo detalle. A partir de entonces quiso aprender a bailar. A Nuevitas no había llegado ninguna orquesta que tocara danzones. añadió mi abuela Nené.

Así fue. A nuestra vuelta, doña casualidad vino a desempeñar su juego. En el baile donde se estrenó el danzón un señor nombrado Gaspar Hernández, del Liceo de Matanzas, nos pidió lleváramos una carta a un pariente lejano suyo. A Chiche Raya, que era como se conocía a Andrés Hernández.

Mi padre. —aclaró abuela.

Chiche Raya nos fue a visitar en Nuevitas para recoger la misiva. Se quedó prendado de mi hermana Santiaga. La cortejó largo tiempo, como era usual en aquella época. Disfrutaron de unos años de juicioso noviazgo. Se casaron. Tuvieron ocho hijos, entre ellos Nené. Gracias a Miguel Failde y a su danzón «Las alturas de Simpson», a mis caprichos y curiosidad adolescente existen los Hernández León y por ende tú, mi aprendiz de curioso.

Todo muy bonito. ¿Pero y Acerina y México?

Después que nos comamos ese arroz con pollo a la chorrera que acaba de cocinar tu madre, te lo contaré…

…continuará