DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Rumbo al Cairo VIII Abu Simbel

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Nos llamaron para despertarnos a las tres menos cuarto. Yo estaba ya vestido con mis mejores trapos, iba a cumplir un sueño ese día.

Amín nos esperaba con un termo de café por todo desayuno. Éramos solo una docena de atrevidos: unas semanas antes habían acribillado a balazos a unos turistas, de camino a Abu Simbel. La gente tenía miedo.

Cuando subimos al autobús nos dieron una caja con el almuerzo. Nuestro camarero nocturno dio una vuelta al vehículo y me trajo otra a escondidas. Los cocineros, a los que creía molestar con mis preguntas y mi entusiasmo, no querían que pasara hambre en el viaje. Me reía de esa gentileza, mientras nuestro transporte se unía a otros autobuses y carros blindados.

Ver amanecer en el desierto es una experiencia que no aparece en ninguna guía de turismo. Poder contemplar el horizonte durante horas, sin dunas, árboles ni edificios, solo arena y un cielo oscuro con miríadas de estrellas, no tiene comparación. Una cortina amarillo rosa comienza a correrse desde el este, la lentitud con que los colores penetran el azul añil, con el ocre del suelo amarrando todos los tonos, el silencio, la falta de figuras que entorpezcan el fondo… Creo que es la razón por qué los antiguos veían al sol como un dios, que trae luz y vida con él.

A primera hora de la mañana, avistamos el autobús donde habían asesinado a los turistas. Allí estaba aún, quemado y retorcido en medio del desierto.

Preferí pensar en otra cosa: Marianne nos había contado como un joven de la zona, nombrado Abu Simbel, sirvió de guía a Belzoni, el aventurero italiano que desenterró los templos. El emplazamiento, muy aislado, tomó su nombre.

Recordé también de dónde había surgido mi obsesión con Abu Simbel: Mi padre era un ávido coleccionista del Correo de la UNESCO, todavía quedan cientos de ejemplares en nuestro desván. Uno de ellos estaba dedicado en exclusiva al traslado de los templos a un terreno que no inundase la represa de Nasser. Tomó años aserrar, transportar y situar las piedras en su nuevo enclave. Mi fantasía había convertido toda aquella historia en una aventura.

Llegamos, entramos por detrás de la colina y fuimos dando la vuelta por un costado hasta que aparecieron los dos templos. Imposible describirlos sin adjetivos exagerados. Sentí paz ante tanta majestuosidad.

Estuvimos tres horas en el lugar. Deambulé, metido en todos los rincones, hipnotizado por cuanto veía y podía palpar a escondidas. Ciento ochenta minutos de satisfacción y deslumbramiento. Allí estaba de nuevo el guajirito de Cruces, cumpliendo un sueño.

De regreso al Helios, donde pasaríamos una última noche, reconocí, aliviado, que algunos espejismos pueden ser hollados. Solo hacen falta paciencia, perseverancia y suerte.

Por la tarde descansamos en cubierta. Me dejé dar un masaje profesional y luego me dispuse a relajarme junto a la piscina. Nos disfrazamos para la fiesta de despedida, después de cenar. El dj quiso sorprendernos y puso Conga de Gloria Estefan. En pleno río Nilo, di una demostración de meneo de cintura a lo cubano barriobajero, que todavía debe recordar toda la tripulación. Los escandinavos me miraban boquiabiertos.

Al día siguiente necesité otro masaje, antes de partir, por fin, rumbo al Cairo…

                                                                                                                                                                                    continuará

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Rumbo al Cairo VII Asuán

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Tras un apresurado desayuno, nuestro autobús recorrió la ciudad de Asuán. Me alegraron sus calles, repletas de niños y adolescentes. Antes los había visto empujando arados rudimentarios, trabajando descalzos o corriendo tras los turistas. En esta ciudad sonreían, entrando a sus escuelas con los pies calzados y los uniformes limpios.

Pensaba en un mejor después para un país con tanto antes, cuando llegamos a las canteras donde yace el Obelisco Inacabado. Marianne abrió la boca y mis antenitas captaron ondas de Muy Interesante. El monolito levantado pesaría más de mil toneladas y mediría cuarenta metros. No soy amigo de las cifras pero estas obligan a preguntarse: ¿Cómo erigir y trasladar tal coloso? Ni siquiera con la tecnología moderna sería fácil. Según algunos no existen huellas de cinceles u otro instrumentos en el granito del monumento. Son muchas las teorías, ninguna responde todas las preguntas.

De allí nos llevaron al Instituto del Papiro, donde descubrimos los misterios de su fabricación. Fue lo mejor de la mañana. Me ofrecí voluntario para tejer las tiras de fibras vegetales y usar la prensa rudimentaria, emparejando la masa. 

Almorzamos en un restaurante cercano al mercado: El Masry, para fastidio de algunos compañeros de viaje. La comida casera nubia, los atentos y ocurrentes camareros, la clientela local, la sencillez sin pretensiones de la decoración, me hicieron sentirme en el verdadero Egipto; no el de los turistas ni el los faraones. Jorge comió paloma asada rellena. Yo comí kofta, unas albóndigas de cordero asadas a la parrilla, sazonadas con baharat, una mezcla de especias.

Por la tarde nos llevaron a la gigantesca presa Nasser, maravilla de la ingeniería soviética construida para regular las crecidas del Nilo. Impresionante, aunque yo estaba cerca del agua, suficiente para que todo me parezca bien.

La noche me ofrecería uno de los momentos inolvidables del viaje. Una barcaza cubierta llevó al grupo de los entusiastas, las señoras de Malmö, la pareja de orfebres, Rekke y Jorge, entre otros, al islote de Agilkia, donde se había trasladado el Templo de Isis conocido como Filé o Philae.

Al represar las aguas del Nilo en la década de 1960, muchos poblados, templos y sitios arqueológicos quedaron hundidos bajo las aguas del río. La UNESCO logró desarmar dos, piedra por piedra, transportarlos a sitios seguros y salvar historia.

Nuestra travesía hasta el islote fue corta, aunque llena de expectativas agudizadas por la total oscuridad. Atracamos junto a una rampa. Cuando el último de nosotros puso pie en tierra, las piedras del santuario se iluminaron como por arte de magia. «Hollywood meets Egypt», acertó a decir alguien. Nos acercamos a la entrada y comenzó el espectáculo. Reconocí las voces de los actores James Earl Jones y Dame Judy Dench de inmediato. Él era el Nilo, ella Isis. Nunca antes había disfrutado un espectáculo de luces y sonido. Un guía nos llevaba estancia por estancia. Vimos imágenes proyectadas en las paredes, colores que hacían destacar los jeroglíficos, oímos la narración sobre el mito de Isis, quien encontró el corazón de su pareja, Osiris, en la isla de Filé. La sensualidad en las voces de los narradores daba un sentido íntimo a la leyenda. Aquella era la isla de los amantes divinos, el lugar donde concibieron a su hijo Horus, el dios halcón. Al llegar a una construcción, Marianne se nos acercó y susurró: «Este es el santuario del sabio Imhotep, divinizado». Ya habíamos hablado de mi fascinación por ese personaje.

El recorrido terminó en una especie de anfiteatro, donde nos sentamos para apreciar el final de la fiesta de luz y color. Nos dieron media hora para recorrer el templo, iluminado en blanco, antes de regresar a la barquita.

No hubo cubierta ni más Nilo al regresar al Helios. Necesitaba cargar bien las baterías. Unas horas después alcanzaría una quimera para la que me había preparado durante casi media rueda: Abu Simbel, uno de los momentos más descollantes de nuestro paseo por Egipto.

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Rumbo al Cairo VI Templo de Kom Ombo

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Imaginen amanecer en un barco, llegar a cubierta y encontrarse por sorpresa frente a unas ruinas que parecían imponentes, miradas desde abajo. Eso me pasó cuando el Helios rodeó un meandro del Nilo, mientras navegábamos hacia Asuán, en el quinto día de viaje. Hice subir a Jorge Ybarra. Se quedó tan fascinado como yo. Un poco después la embarcación ancló cerca de las escaleras que llevan al templo de Kom Ombo.
Subimos la colina antes de las siete de la mañana. Ya en la cima, quise ver el río que habíamos navegado un par de días y giré. Mientras más al sur se viaja, más verdes son las riberas. Además de las siempre presentes palmas datileras, aparecían otros árboles con más follaje. Desde la altura, recordé que gracias a las inundaciones de aquel cuerpo de agua y su vegetación aledaña se había desarrollado una de las civilizaciones más enigmáticas del planeta. Respiré hondo. Me estaba regalando un paisaje que el mismísimo Horus, el dios halcón, hubiera querido guardar en la memoria.
Volví mi atención al santuario. Su entrada había sido una sala hipóstila con más de una docena de columnas, de las que solo quedaban las bases. Algunas conservaban rastros de color. Los cristianos fundamentalistas, en sus primeros siglos, habían destrozado a martillazos muchos de sus bajorrelieves y estatuas.
Entre los terremotos, la intransigencia religiosa y el saqueo de piedras, el acceso al recinto era poco más que ruinas. A pesar de eso protagonizó mi encontronazo más cercano con el misticismo de los antiguos egipcios. Según su teología, ellos creían que en el ma’at, el equilibrio entre las fuerzas del mal y el bien, residía la esencia del orden cósmico original, la armonía universal. Por eso le dedicaron este templo simétrico a dos deidades muy distintas: Sobek, el malvado cocodrilo salido de las oscuras aguas y Horus, el ave que alcanzaba la espiritualidad contemplando el mundo desde arriba.
Pasé el recorrido en una nube. A cada paso, escuchando a Marianne y otros guías locales que prodigaban información a nuestro alrededor, descubría algo que me intrigaba más. Las explicaciones de nuestros lazarillos transmitían pasión y era lógico: un calendario completo y un bajorrelieve con infinidad de instrumentos quirúrgicos, ilustraban los muros de la construcción. Parece que Imhotep, el arquitecto y médico devenido en leyenda, enseñó en Kom Ombo.
¿Existía una Escuela de los Misterios del Ojo de Horus en este sitio? Quizás haya mucho de sensacionalismo y especulación en esta teoría, pero dentro del templo doble de Kom Ombo se respiraba algo místico. Sus sótanos laberínticos con cocodrilos vivos, la narración sobre la iniciación en los misterios del Ojo de Horus, los restos del hospital, la importancia estratégica de la colina, la existencia de dos imágenes gemelas del sol alado con sus dos cobras protegiendo doblemente cada umbral de los edificios, el amplio nilómetro, la pequeña capilla dedicada a Hator con cocodrilos disecados… Enigmas, quizás eternos. Necesitaban más que un recorrido de una mañana.
A las once nos fuimos al cercano mercado, a comprar los disfraces para el baile de despedida. Amín, el camarero nocturno, me había explicado como regatear con elegancia y firmeza para que no me engañaran. Cuando íbamos Jorge, el noruego Rekke y yo por el tercer tenderete, vino hasta nosotros un joven egipcio, con brillantes ojos verdes. Me tomó de la mano para llevarme a su kiosco. Mis acompañantes no pudieron evitar las risas mientras el muchacho acariciaba la palma de mi mano con un dedo. Caminamos casi diez metros así. Alababa «mi gusto al vestir». «Solo yo tengo las ropas que te van a hacer lucir como el bríncipe que eres.» Repetía en ese inglés sin pe de algunos árabes. Estuve a punto de aclararle que me había educado en el Cerro, uno de los barrios más pobres de una de las islas más miserables de la Tierra.
Jorge y Rekke se detuvieron y me hicieron señas de que continuara, burlones. En segundos, el chico me llevó a la trastienda y sacó no recuerdo cuantas jelabiyas, una última a rayas doradas, azul prusia y blancas, acompañada de un fez de muy mala calidad y unas babuchas bordadas a juego. Precios astronómicos. Los rebajé a menos de la mitad. Me sirvió un té de menta y comenzamos a regatear, entre sonrisas y alabanzas mutuas exageradas, como se debe hacer.

Mis amigos demoraban en llegar, empezaba a sentirme nervioso. Tanto que cometí el error de preguntar: — ¿Qué se pone uno debajo de la túnica?— Juro que lo hice de una manera inocente. Un «estamos entre hombres» después, mi vendedor se había levantado la jelabiya y me enseñaba su calzoncillo de malla amarillo, con todo su contenido a la vista. Supongo que debo haberme ruborizado como una monja, al ver lo que había dentro de la ropa anterior. Atiné a hacer el gesto que me había enseñado Marianne para rechazar y balbuceé un La, schukran antes de salir corriendo del tenderete.

A pocos pasos de la salida el joven me alcanzó. Traía una bolsa con el ajuar completo. «Te lo cambio todo por tu reloj, para llevarlo siempre puesto.» Le expliqué que era el que usaba hacía una década para trabajar, me había costado seis euros, tenía el cristal muy rayado y que sería abusar de él. Me sonrió y me volvió a tomar la mano. Vi a Marianne del otro lado, haciéndome señas de apurarme. Me quité el cronómetro de plástico y recibí a cambio los ropajes, que aún conservo en mi armario.
Casi no comí en el almuerzo. Pasé la tarde ensimismado en cubierta mientras el Helios navegaba. Le había contado el incidente a Rekke y Jorge pero no pensaba en el vendedor. Eran el culto del Ojo de Horus, sus sacerdotes e Imhotep lo que me tenían fascinado. En una misma mañana había rozado pecado y espíritu: La armonía del Ma’at.
Antes de que la nave se detuviera a las afueras de Asuán, ya de noche, otro hecho me perturbó. Se había puesto el sol y navegábamos. Estaba yo solo en la cubierta, la noche era fría y los demás habían bajado al salón de baile. Podía ver a Amín metido en el bar techado, secando vasos. En la ribera más cercana, a contraluz, descubrí la silueta de un perro. Luego otro, un tercero… Parecían seguir la trayectoria del Helios. Volví a sentir un lazo con aquellos animales. Me percibía mirado por sus ojos, que brillaban en la oscuridad. No podía quitar mi atención de aquellos canes. Me levanté para ir a preguntarle al camarero si era algo habitual. De repente escuché un aullido. Me congelé. Era un sonido espeluznante, como de otro mundo. Instantes después tenía a Amin a mi lado.
—Nunca los había oído aullar, en todos mis años… ¿Qué está pasando?
Llevaba mi cámara en el bolsillo. La saqué y le enseñé las fotos de la puesta del sol en el templo de Horus y le expliqué mi primer encuentro con los chacales. El egipcio se persignó, me tomó por la manga del suéter y me arrastró con él, escaleras abajo. Los aullidos se multiplicaron. Claramente, los perros del desierto estaban alterados.
Esa noche tuve un sueño loco, entre erótico y pesadilla: Cocodrilos que me perseguían, chacales de ojos verdes lamiendo mi cuerpo, una enorme balanza y un largo vuelo con halcones, uno de ellos con el rostro del joven vendedor.

Amanecí cansado. No podía estarlo. Había mucho que hacer en Asuán ese día. Necesitaba toda mi energía para el espectáculo de luces y sonido, en el Templo de Filae, después de la puesta del sol. Sería uno de los momentos más mágicos de la excursión.

continuará

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Rumbo al Cairo V Templo de Horus

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Navegando de Lúxor a Edfu, el Helios se detuvo en las esclusas de Esna. Solo podían pasar dos barcos a la vez; mas tuvimos suerte: esperamos un par de horas.

El desayuno fue más relajado y con una larga sobremesa que continuó en cubierta, junto a la piscina. Escuchábamos los gritos de los trabajadores del canal mientras conversábamos.

Esa mañana nos habían sentado con dos hombres, padre e hijo. El mayor se acercaba a los setenta años, el joven no tendría treinta pero era ya uno de esos millonarios de la informática. El sueño del padre, deshollinador de chimeneas, era visitar la tierra de los faraones, su hijo se lo cumplió. Lo curioso era que la afición del señor por Egipto arrancaba, como la mía, de las vistas del View Master.

Amín, el atento camarero de cubierta, vino a servirnos. La cruz que tenía tatuada en la mano, igual que el resto de la tripulación, llamó la atención del joven.

Le preguntamos. Respondió que los que trabajan en turismo son casi todos cristianos desde hace décadas. También son la mayoría de los que estudian en la Universidad… nos aclaró un profesor de literatura finesa, sentado con su esposa en la mesa colindante.

¿Se han fijado que no hay ninguna mujer trabajando en el Helios? Preguntó la finlandesa.

Si, me había percatado, algo que me parecía menos circunstancial que la ausencia de musulmanes en nuestro paquebote.

Atracamos por la tarde en Edfu. Un autobús nos llevó al Templo de Horus. Atravesamos una población moderna con una avenida y mercados.

Antes de entrar a la edificación hay una larga hilera de quioscos y coches con caballos. Los vendedores se abalanzaron sobre sus posibles clientes. Éramos los únicos turistas allí. «No acepten nada como regalo a la entrada, que se lo cobran a la salida. Es su técnica.» Nos advirtió Marianne, la guía. A Ybarra le colgaron cuanto adorno tenían. «¡Como me regalan chirimbolos!» Decía alborozado, mientras la noruega y yo se los quitábamos y los colgábamos en las cercas. Tuve que explicarle a mi amigo, entre risas, que solo era un truco para exigirle la compra a la vuelta.

El santuario dedicado a Horus, el dios halcón, es el mejor conservado que vimos. Fue hecho durante la dominación griega en el país, después de su conquista por Alejandro Magno, dejando en poder la dinastía de los Ptolomeos.

Recuerdo muchas explicaciones de la bella Marianne. Nos contó que en el antiguo Egipto los templos representaban las casas de las deidades y las columnas simbolizaban los árboles de un jardín eterno. La morada perenne del dios era una isla, por eso los muros de ladrillos que rodeaban el edificio formaban olas.

La entrada o pilono estaba casi intacta. Una pareja de estatuas de Horus, en granito negro, la precedía. Solo faltaban los colores en los relieves de las paredes, profundamente labrados en la piedra. En el primer patio los capiteles reproducían papiros y flores de loto, las plantas más sagradas para los pobladores de Kemet.

El primer santuario conservaba algunos rojos, amarillos y azules de las pinturas aún inalterados. Los techos se mantenían manchados de humo, pues los cristianos se habían escondido allí durante décadas, al caer el templo en desuso.

Aprovechando la soledad del lugar, la guía nos narró el mito de la victoria de Horus sobre el malvado Seth. Una complicada historia con diferentes versiones, incluso algunas con un tinte homosexual incestuoso. Mejor no enredarse en las patas de los caballos, en este caso hipopótamos.

Bajamos las estrechas escaleras que llevan al nilómetro, que servía para determinar el nivel de las crecidas del río. Los impuestos serían cobrados de acuerdo a la riada anual. Algo que me pareció inteligente, justo y equitativo.

En el santuario de Horus, frente a la nave con su imagen como mascarón de proa, me ofrecí a ayudar a uno de nuestros compañeros de viaje, un fotógrafo apasionado, un noruego muy callado que no entendía nada de sueco y poco de inglés. Cargaba con un trípode para una luz y otro para su cámara. Desde ese momento nos hicimos casi inseparables. Ayudó mucho a Jorge en la excursión a Abu Simbel, marcando el resto del viaje con su ternura y sus silencios.

Salimos de Edfu a punto de anochecer. Varios perros, quizás chacales, aparecieron a contraluz en las crestas de los muros en forma de olas. Yo iba de último y me parecía que me observaban con atención. Me detuve. Experimentaba una fuerte sensación de dèjá vu. Los canes llegaban a una docena cuando el conductor del autobús me sacó de mi marasmo a gritos. Reaccioné corriendo, al poner el pie en el vehículo, miré atrás… Los animales habían desaparecido. Ni siquiera lo conté a Ybarra.

En la cubierta del barco comimos kofta (una especie de sikh kebab de carne ovina) asada en carbón, con unas señoras gruesas. Durante toda la cena no pararon de hablar sobre los precios de los disfraces para la fiesta de despedida. Yo pensaba en la imagen crepuscular de los muros del templo, quizás la había visto en alguna película, no la puedo olvidar.

Navegamos cada vez más al sur, hacia el Alto Egipto, a Kom Ombo. En su templo, la mañana después, volvería a tener una rara experiencia, que no se repetiría en el resto del crucero.

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Rumbo al Cairo IV Tarde en Lúxor

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Ni aunque vivas un año en Egipto podrías ver todo lo que quieres ver, como tu quieres verlo. Vinimos con la excursión para sentirnos seguros. Razonó Ybarra en los jardines del Winter Palace, cuando lamenté tener que dejar el hotel.

A doscientos metros del lugar está el templo de Lúxor. Originalmente conectado con el de Karnak, era una especie de recinto secundario para la celebración del Opet, una ceremonia en la que el dios Amón era cargado de nuevas energías y se unía al Ka del faraón. Los egipcios creían que los seres humanos teníamos varias almas, el Ka era el alma divina. Tenían hasta puertas especiales en sus construcciones para ellas, impracticables para el cuerpo, trampas para ladrones y egiptólogos aficionados.

Una larga avenida de esfigies con rostro humano y un par de docenas de palmas datileras recibe al visitante. La entrada debió ser imponente en su época, con las seis estatuas de Ramsés II, el papá de Merenptah, los dos grandes obeliscos y los altos muros cubiertos de relieves que narraban la victoria de monarca, en una batalla de la que no se está seguro que ganó. Tenía el poder de mandar a construir lo que le diera la gana y si no lo obedecían: le cortaba la cabeza al arquitecto y aseguraba que se lo habían comido los cocodrilos.

Luego del esplendor de Karnak y el Winter Palace, el pórtico me decepcionó. Por suerte el patio de ceremonias ganó mi atención. Las más de setenta columnas con forma de papiro, la profusión de estatuas de Ramses II acompañado de dioses, y los relieves, ensalzando al faraón en cuanta superficie existe en el sitio; terminaron por deslumbrarme.

Como me resistí al principio (típico en Ernán Dezá), quise aprovechar el nuevo estado de ánimo y casi corrí hacía detrás. Recomencé. Solo, en la calzada de las esfinges de Amenhtep, imaginé la fastuosidad del Opet: el ropaje del faraón, los dorados reluciendo junto a los azules, los adornos de oro y plata de la estatua de Amón, la barca que lo conducía, la multitud vitoreando, la esperanza de la gente en que los dioses fertilizarían sus tierras y multiplicarían sus animales.

Accedí despacio al templo. Jorge se reía de mí en la lejanía, burlón. Me sumé al grupo.

En el primer patio, un enorme Ramsés II sentado, esculpido en piedra dura negra. Su base está ornada con imágenes que se repiten. Sorprendentemente exactas unas a otras, en profundidad, anchura y altura, en cuanta curva y linea recta haya en su dibujo. Granito cincelado con primitivos instrumentos de cobre. Es posible, además de ser la única explicación científica. ¿Nos conformamos con ella? Al menos yo: no.

La gran talla da paso a una columnata procesional, esta lleva a un segundo patio, construido por Amenhotep. En la sala de ofrendas, al fondo del templo: capiteles corintios y Alejandro Magno escoltando al dios Amón. ¿Mejor final? Ni en un musical joligudense

Este templo de Lúxor es más pequeño que el de su vecino de Karnak, más sencillo y fácil de entender como edificio religioso. Le han encasquetado una mezquita adentro que me resultó incongruente en color y arquitectura, pero el resultado atrae igual .

De allí el autobús nos llevó al Museo de la Momificación. Un edificio moderno, con un contenido algo truculento. A la entrada Anubis, el dios con cabeza de chacal, nos avisaba que entraríamos en su reino. Encuentro algo de fascinante en esta deidad, un juez de cuanto pesan las malas acciones en el alma mortal para permitir su paso al otro mundo.

Marianne, nuestra guía noruega, brilló con su explicación sobre los setenta días del proceso para inmortalizar a los muertos, el uso del natrón y las vendas con resinas, la exclusión social de quiénes trabajaban en tales faenas y el uso de los vasos canopes para conservar los órganos más importantes. Me recordó pasajes de Sinuhé, el egipcio del genial Mika Waltari. También pudimos ver animales momificados. Por alguna razón una momia de carnero llamó mucho mi atención.

Otra duda me surgió en el Museo: la ceremonia de apertura de la boca de los cadáveres, se hacía con instrumentos de hierro de las estrellas, proveniente de meteoritos. Solo se han encontrado algunas cuentas para collares y estas herramientas de tal metal. Según los antiguos, los huesos de los faraones provenían de los astros. Más misterios. Pensaba en ellos, cuando Marianne avisó que la visita había terminado.

Regresamos al barco, levantó anclas minutos más tarde. Casi llegué tarde al salón restaurante para la comida, tenía que estar cerca de la proa cuando el Helios zarpara, algo que me fascina desde niño. Dejábamos atrás la extraordinaria ciudad de Lúxor, la Tebas de los griegos, solo el Cairo le es comparable en cuanto a riquezas arqueológicas. Quedaron cosas por ver allí: la aldea de los constructores de templos y tumbas, el Museo de Lúxor…

Pasamos horas navegando por el Nilo. Me senté en la cubierta superior, con los ojos bien abiertos hasta que me venció el sueño. Al otro día, después del almuerzo visitaríamos el templo de Horus, en Edfu.

continuará

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