Nos llamaron para despertarnos a las tres menos cuarto. Yo estaba ya vestido con mis mejores trapos, iba a cumplir un sueño ese día.
Amín nos esperaba con un termo de café por todo desayuno. Éramos solo una docena de atrevidos: unas semanas antes habían acribillado a balazos a unos turistas, de camino a Abu Simbel. La gente tenía miedo.
Cuando subimos al autobús nos dieron una caja con el almuerzo. Nuestro camarero nocturno dio una vuelta al vehículo y me trajo otra a escondidas. Los cocineros, a los que creía molestar con mis preguntas y mi entusiasmo, no querían que pasara hambre en el viaje. Me reía de esa gentileza, mientras nuestro transporte se unía a otros autobuses y carros blindados.
Ver amanecer en el desierto es una experiencia que no aparece en ninguna guía de turismo. Poder contemplar el horizonte durante horas, sin dunas, árboles ni edificios, solo arena y un cielo oscuro con miríadas de estrellas, no tiene comparación. Una cortina amarillo rosa comienza a correrse desde el este, la lentitud con que los colores penetran el azul añil, con el ocre del suelo amarrando todos los tonos, el silencio, la falta de figuras que entorpezcan el fondo… Creo que es la razón por qué los antiguos veían al sol como un dios, que trae luz y vida con él.
A primera hora de la mañana, avistamos el autobús donde habían asesinado a los turistas. Allí estaba aún, quemado y retorcido en medio del desierto.
Preferí pensar en otra cosa: Marianne nos había contado como un joven de la zona, nombrado Abu Simbel, sirvió de guía a Belzoni, el aventurero italiano que desenterró los templos. El emplazamiento, muy aislado, tomó su nombre.
Recordé también de dónde había surgido mi obsesión con Abu Simbel: Mi padre era un ávido coleccionista del Correo de la UNESCO, todavía quedan cientos de ejemplares en nuestro desván. Uno de ellos estaba dedicado en exclusiva al traslado de los templos a un terreno que no inundase la represa de Nasser. Tomó años aserrar, transportar y situar las piedras en su nuevo enclave. Mi fantasía había convertido toda aquella historia en una aventura.
Llegamos, entramos por detrás de la colina y fuimos dando la vuelta por un costado hasta que aparecieron los dos templos. Imposible describirlos sin adjetivos exagerados. Sentí paz ante tanta majestuosidad.
Estuvimos tres horas en el lugar. Deambulé, metido en todos los rincones, hipnotizado por cuanto veía y podía palpar a escondidas. Ciento ochenta minutos de satisfacción y deslumbramiento. Allí estaba de nuevo el guajirito de Cruces, cumpliendo un sueño.
De regreso al Helios, donde pasaríamos una última noche, reconocí, aliviado, que algunos espejismos pueden ser hollados. Solo hacen falta paciencia, perseverancia y suerte.
Por la tarde descansamos en cubierta. Me dejé dar un masaje profesional y luego me dispuse a relajarme junto a la piscina. Nos disfrazamos para la fiesta de despedida, después de cenar. El dj quiso sorprendernos y puso Conga de Gloria Estefan. En pleno río Nilo, di una demostración de meneo de cintura a lo cubano barriobajero, que todavía debe recordar toda la tripulación. Los escandinavos me miraban boquiabiertos.
Al día siguiente necesité otro masaje, antes de partir, por fin, rumbo al Cairo…
continuará