DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Barroco con sorpresa

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No simpatizas con la realeza ni con la aristocracia, pero te cuelas en el Palacio del Rey. Quieres hacer una instantánea de la Capilla Real. Esperas con paciencia 45 minutos a que 57 turistas japoneses terminen de disparar sus flashes. Para no perder el tiempo enfilas el objetivo a los muy barrocos (casi rococó) celajes y aprietas el gatillo, dos o tres veces.

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Al fin se marchan los súbditos del Imperio del Sol Naciente, pero llegan unos polacos. Como no quieres ser confundido con una estatua de Botero mal puesta en el edificio, haces una sola cabrona fotografía y te vas. Otros palacetes reclaman el recurso de tus modestas impresiones, sin sentir el costillar de Rocinante entre tus piernas.

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Llegas a casa. Para tu sorpresa, la imagen casual de los celajes barrocos te gusta más que la del interior de la Capilla Real. Te cuestionas para qué esperaste tres cuartos de hora. Ya los japoneses parecen haberse demorado menos, según tu cambiante memoria. Recuerdas porqué te gusta tanto improvisar.media 04

Reflexionas. Tu ojo ha descubierto la belleza barroca del detalle palaciego. Mas los verdaderos artistas son sus arquitectos, sus escultores y albañiles. Buscas en Google. Apenas se mencionan los nombres de los primeros. Si embargo, su trabajo insiste en deslumbrarte. Ahora esa belleza es también un poco tuya. Como nada es verdaderamente nuestro sino lo compartimos, la compartes…

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Buenos días, indecisión

Buenos días Hamlet. Verte día a día me da derecho a ponerte nombre. Quisiera tener el valor de llegar a tus dominios y decirte que me apena tu vida entre dos lineas del tren, una que va y otra que viene. Allí habitas, desde una mañana en que tu dueño te dejó atrás. Nunca volvió a buscarte. En ese lugar te quedaste, aún cachorro, esperando y pensando en cuál de las dos direcciones viajar, para reiniciar tu vida de mascota. Te hiciste adulto dudando, segundo por segundo, más Hamlet que el mismo Hamlet, enraizado en la incertidumbre de viajar o no viajar.

Supe que alguien te tuvo lástima y arriesgó el pellejo poniéndote un techo encima. Un Elsinor que parece una casita lila, cálida, acogedora. Desde allí observas a la gente ir y venir. Viviendo sus propias vidas, sin extrañarse ante lo incongruente de tu presencia en un paisaje de rieles y gravilla.

Te aconsejo que tomes el primer tren que pase. No importa saber adónde lleva. Un rumbo se enlaza con otro, las letras de un cartel con un destino se despintan, otras se hacen fuertes. Te miro con tristeza, mientras mi vagón se aleja de la estación. El titubeo hace tiempo te convirtió en un perro de cerámica, solo entre dos caminos, hasta que los años te rompan en pedacitos.


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Concierto en blanco para solo sin orquesta

¡Ay, casa!

Los fantasmas que me habitan son los mismos que pulen tus baldosas. Juegan enredados entre tus helechos, tiernos como aliento de ángeles, armados de esqueletos negros como ramas de coral, firmes como un beso, desconcertantes como plumas de avestruz… Helechos. Las malangas trepando la tapia, anulándola con verdes, implacables como alitas de libélula, dulces como caimitos, vibrantes como el zun zun que se alimenta de tus buganvillas siempre a las tres de la tarde.

La tarde…

Tus duendes juegan con lagartos que cambian de color. ¡Colores! Cálidos del amarillo al naranja. El sofoco del mediodia, la siesta de los mimbres y las limonadas con hielo. No, el hielo, no, no me lo recuerdes. Mejor miéntame el bochorno que te blanquea los ladrillos con un ritmo de tambores y mangos, claves y sudor.

Miénteme. Duérmeme con recuerdos. Acúname con mariposas, cocuyos, tejas color sangre, vitrales, guitarra y bongó, con la voz de mi madre y las carcajadas de mi padre. Tu puedes, tus paredes se descascaran, mas tus cimientos son fuertes, están fundidos con clorofila y jugo de guayabas, con gemidos de orgasmos y malas palabras, con rebeldía e improperios, con hambres y rumbas.

¡Los colores, ay, casa! ¡Despiértalos! Están durmiendo en el blanco. Regálame un prisma que los desmenuze en azules, amarillos y rojos, que le arranque a los cristales los violetas y los naranjas. Están allí, lo sé. Haciéndole camino a las bicicletas presas, a los bancos de parque desilusionados, a las hierbas insultadas por la mentira del invierno…

Solo tú puedes desnudarlos de nieve y muerte.


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Cuatro ruiseñores en Estocolmo

Noviembre, 2011. Comenzó a nevar pero mi amigo Jorge Ybarra y yo estábamos sentados en la sexta fila del legendario Konserthuset, el teatro de Estocolmo donde se entregan los premios Nobel. Disfrutaríamos del concierto de un renombrado grupo vocal.

Le conté cómo había estado escuchando a aquel cuarteto desde los diecisiete años, cuando descubrí su The boy from New York City. Esperaba con cierto miedo, temía decepcionarme al escucharlos en vivo.

Confieso que tengo todos sus discos, suena ridículo pero es la verdad. Mi nombre es Ernán Dezá, soy ridiculísimo y me fascina Manhattan Transfer. Mea culpa.

Los instrumentos estaban ahí, exhibiéndose donde tantos escritores, químicos y matemáticos habían recogido su premio y soltado su discursito rodeados por la realeza sueca. A su hora exacta, puntualidad nobélica, entraron los músicos.

El primero en aparecer fue Tim Hauser, el fundador y alma de la cofradía, luego Janis Siegel, Cheryl Bentyne y Alan Paul, Yaron Gershovsky como arreglista y pianista. Hace solo tres días murió Tim, a sus setenta y dos años. Hoy lo recuerdo, vital y profesional, siempre atrevido, probando nuevos géneros, fusionando…

«En Estocolmo debutamos fuera de E.U.A., ustedes fueron nuestro primer público en el extranjero, en el club Atlantic, allá por 1975». Contó Janis durante la actuación, siempre la más habladora. La audiencia, habitualmente impasible, lo agradeció con aplausos y fidelidad.

Cantaron muchos de los números que me gustan: Java Jive, Operator, Speak up mambo, Four brothers, The sunny side of the street o Soul food to go, para levantar los ánimos, Popsicle toes, Chanson d’amour o When you wish upon a star por la ternura. Adiós sospechas de decepción. Me parecieron aún mejores que en sus versiones de estudio. Por desgracia, en casi dos horas no podían interpretar todo lo que yo hubiera querido, pertenezco al club de Admiradores Anónimos.

Antes de despedirse, la nieve en las calles de mi Estocolmo se derritió, la magia llenó su aire y lo pobló de estrellas con una nueva versión de A nightingale sang in Berkeley Square.

Gracias a Tim Hauser y a su idea loca de fundar Manhattan Transfer cuando el rock duro reinaba en las listas de éxitos, el Polo Norte perdió un poco su imagen de desolación y regresamos a casa con el corazón caldeado. Hoy recuerdo a los dos, a Ybarra y a Hauser. Ya escucharemos música de la buena juntos, alguna vez en el futuro. Jorge y yo en la platea, Tim y tantos otros que venero, en un gigantesco escenario.


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Contradicciones

sauce nevado

—A tí te empujaron a la escalera de un avión y te montaron en él. Tú no viniste porque querías.

Aseguró Leonardo, un amigo chileno, al oirme hablar de lo unida que era mi familia. Me había invitado el día después de mi llegada a Suecia a ver la ceremonia de los premios Óscar. Sirvió vinos y canapés mientras veíamos el espectáculo. Me parecía el colmo del lujo. Hollywood en directo, foie gras y chardonnay frío.

Desde el balcón del chileno vi nevar por primera vez. Salí a dejarme enfriar por los copos. Un niño jugando con la nieve, a pesar de mis treinticuatro años. Dos décadas después, detesto los seis meses de invierno sin poder pisar tierra firme, caminando sobre treinta centímetros de algo blanco y crujiente o resbalando en la inmensa pista de patinaje en que se convierte Estocolmo. Hasta las alas de los ángeles se han congelado por aquí arriba.

Es el precio de la libertad, junto a la lejanía de los que quiero y la falta de comunicación. Es dificil relacionarse con alguien a quién le han enseñado a no expresar sentimientos. Claro que los tienen, somos todos humanos; pero no se escuchan carcajadas adultas de alegría por las calles, ni las vecinas lloran cuando cuentan la muerte de su esposo tres días antes y tu pareja no te mira a los ojos mientras tiene un orgasmo. Son cosas a las que no acabo de adaptarme, como evitar devolver la sonrisa a un niño en el metro o moverme al ritmo de Donna Summer cuando la escucho en mis audífonos

Hace dos siglos los castigos máximos eran la muerte o el destierro. El segundo era tan cruel que se eliminó. Los seres humanos tenemos la capacidad de adaptarnos a cualquier medio, la potencialidad de resistir sobreviviendo en situaciones extremas regalándonos una felicidad de segunda mano. Y engañarnos diciéndonos que vivimos con intensidad.

«Estar solo es ser fuerte.» Fue una de las primeras frases que aprendí a leer en el idioma de los suecos. Una especie de divisa para ellos. Quizás sea un problema demográfico, un país enorme casi deshabitado. Muchas millas de nieve y muchos lobos hambrientos, entre casa y casa.

La mayoría de los seres humanos no pueden, ni quieren, estar solos. Hace años que coqueteo con la soledad, aunque no soy un solitario. Me molesta tener que cambiar la sábana dos veces el mismo día cuando viene alguien a pasar una noche conmigo, me incomoda que quiera usar mi tazón favorito al desayunar o que no traiga vino para la cena.

Miro por la ventana y veo el sauce desnudo en el otoño, cubierto de nieve en el invierno, retoñando en la primavera y reventando de tantas hojas en el verano. Nadie cerca del árbol. Nadie que cante un reggaetón en voz alta o grite para comentar la novela, no hay quién venga a pedir azúcar o a traer las fotos del bautizo de su nieta. Hay días que daría la vida por todo eso, por cambiar las sábanas todas las mañanas y comprar tazones para compartir el cereal, por escuchar a la vecina desafinar o reírle una anécdota malintencionada.

Como dijo Leonardo, hace veinte años me montaron en un avión. He pasado ese tiempo entre contradicciones. Alegrías, nostalgias, pasiones, decepciones, sueños y desamores. Se me antoja que al final es la misma mecánica en todas partes.

Hay que cocer las habas para comerlas, no se comen crudas.

Y hay que sobrevivir comiéndolas porque las uvas… están verdes.

sauce pelado