Apunté a Guillermo Barreto, el gran percusionista cubano. Estábamos él y yo solos en el escenario del teatro Mella. Yo había comenzado a trabajar allí hacía solo unos meses. El hombre era una leyenda, Cabrera Infante lo mencionaba en los primeros párrafos de su novela Tres tristes tigres.
—Toqué con Frank Emilio en su grupo Los Amigos. Él también frecuentaba la casa de Angelito Díaz en el callejón de Hammel del barrio de Cayo Hueso, donde se reunían los que crearon el filin. —Aclaró, casi ofendido—. Como los tragos eran baratos en el Two Brothers y otros bares del puerto, aquel grupo de muchachones también hacía las rondas por allí. Los alrededores de los muelles se llenaban de marinos de New Orleans que oían música en la victrola traganíquel. That’s feeling. (Eso es sentimiento) Repetían.
—¿Y eso cuándo fue?
—Años cuarenta. Tú no habías nacido.
Murmuró, mientras afinaba su timbal.
—¿Pero los del Callejón de Hammel no eran César Portillo de la Luz y José Antonio Méndez?
—Y Aida Diestro, Portillo Scull, Rosendito Ruiz, Frank Domínguez, Marta Valdés, Pepe Reyes, el Niño Rivera y un montón más. Yo tocaba fijo en el cabaret Sans Souci y no podía andar mucho con ellos. Se les metió en la cabeza otra manera de hacer boleros, sazonándola con el jazz que oían. Y surgió el filin.
—¿Por aquello del That’s feeling de los marineros?
—¿Qué otra cosa es el Filin, sino puro sentir?
—Y vida bohemia, ron, emociones, deslumbramientos amorosos, desengaños…
—Sentimientos.
—Cuando tenía catorce años fui a la primera descarga de filin, en un solar del Cerro. Un guitarrista, dos mujeres y un hombre, diciéndose cosas lindas al principio, después con un despecho… poetizado.
Conté con timidez. Barreto regulaba la altura de sus pailas.
—No hace falta nada más que eso para filinear. Una armonía simple y decir, más que cantar, lo que uno siente en el momento. Es como un guaguancó de solar. Si se descarga en la intimidad de una sala de casa: mucho mejor.
—Tengo una amiga que dice que el buen filin no se canta con la garganta, sino con el útero.
Soltó una carcajada, no era de burla.
—Muy de acuerdo con tu amiga. Es la esencia de los grandes: cantar con las entrañas. Sentir y transmitir los sentimientos. Y así será, siempre que exista un público inteligente.
Mi Tía Nena y Esther, su pareja, vivían en la calle O, en los altos del Maraka’s. A unos pasos estaba 23, la calle más de moda en el Vedado, La Habana. Me quedaba los fines de semana con ellas. Sentado en la terraza de mis tías, escuchaba las descargas de feeling (filin) del Pico Blanco, el club del vecino Hotel Saint John’s. Los disfrutaba desde abajo. Tenía catorce años.
Me permitían estar despierto hasta muy tarde. A veces veía irse desde la terraza a José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz o Ángel Díaz, guitarras en mano.
Meses antes, después del bailoteo juvenil en una fiesta, dos guitarristas y una mujer cantaron. Parecía una controversia campesina, pero con boleros. Descarga emocional de filin callejero, urbano. Se me metió en la cabeza sentir lo mismo en la mata del género, el Pico Blanco.
No permitirían mi entrada a ningún club nocturno. Susana, nuestra amiga de siempre, ideó la manera de colarme en el Rincón del Filin: Disfrazarme de adulto. Valía la pena intentarlo.
Me vistieron con un traje gris. Corbata a rayas. Las gafas de modelo anticuado dieron el toque de madurez necesario. Un cliente de la fábrica donde trabajaba mi padre, maquillista de la televisión, le había regalado un bigote falso. Lo pegaron encima de donde crecía mi bozo adolescente.
Esther y tia Nena se acobardaron. Querían evitar el mal rato. En la comisión de embullo me escoltaron Efraín, ex esposo de Esther, dueño del traje que yo llevaba puesto; y Miriam Barranco, otra amiga de la familia, además de la entusiasta Susana.
Miriam, Efrain y yo parecíamos ir a un velorio. Susana sonreía con cara de cumpleaños, pero estaba tan nerviosa como los demás. Por suerte no habría más de cinco metros de una entrada a la otra.
El ascenso al piso catorce tomó una eternidad. Yo sudaba y Susana, temerosa de que se desprendiera mi recién estrenado bigote, secaba mi rostro con un pañuelito bordado.
—Actúa con naturalidad. —me dijo Efraín, engolando la voz como un galán televisivo. — El bigote de Jorge Negrete tambien era falso y nadie creyó jamás que era lampiño.
No supe si era verdad o un invento suyo. Lo creí. Actué como el famoso mexicano. El portero ni siquiera nos miró. Entramos.
Mi padre había aceptado la aventura, con la condición de darse una vueltecita al otro día por casa de Esther. El menor rastro de aliento etílico en su hijo y se suspendían los fines de semana en el Vedado. Para no levantar sospechas mis acompañantes ordenaron cuatro jaiboles. El contenido de los vasos frente a mi fue desapareciendo, bebidos por ellos.
La idea de Susana había funcionado. A unos pasos tenía al Ronco de Oro, José Antonio Méndez. Aquello fue atravesar de mi niñez a la juventud. Una nueva manera de sentir la música era la puerta.
El llamado movimiento del filin comenzó en la Cuba de los años cuarenta, en el callejón de Hammel. En la casa de Tirso Díaz, el trovador padre de Ángel. Jóvenes bohemios que habían crecido con el cubanísimo guaguancó, escuchaban a Ella Fitzgerald, a Nat King Cole y a otros intérpretes norteamericanos. Mezclaron ambas cosas y empezaron a cantar con intimismo, marcando pausas y silencios. Dialogando con el público, haciéndolo partícipe de sus confidencias.
Unas décadas después, yo, con los ojos más abiertos que un sijú platanero, me extasiaba con tres mitos de la música cubana. No me perdía un solo gesto de los creadores del estilo: Portillo de la Luz, Ángel Díaz y José Antonio.
Pasada la medianoche percibí un rumor de admiración. Habían llegado Elena Burke y Froilán Amézaga con su guitarra. El Ronco de Oro le hizo un gesto con la mano. La Señora Sentimiento y su acompañante, tomaron dos sillas. Elena comenzó descargar con «Tú, mi delirio.»
Yo me había enamorado por primera vez, con esa intensidad sólo posible a esa edad. Cada canción, cada frase eran como una conversación con el objeto de mi obsesión. ¡Y en la voz de Elena o del Ronco de Oro!
Casi a las tres de la mañana, la hora del cierre, llegó Martha Valdés. No la conocía, Efraín me explicó quién era: — Te va a gustar. —Cantó «Llora» a dúo con la Burke. Sentí como si la hubiese compuesto yo mismo. Y las siguientes, tambien.
Cuando nos íbamos, el portero me detuvo con un gesto. Miró a mis amigos ofendido. Pareció que iba acomenzar a discutir, pero se encogió de hombros y sonrió. No habíamos notado que el lado izquierdo del bigote se había soltado.
Fin de la aventura sin bajas ni heridos. Debut y despedida, por si acaso…
Seguí escuchando desde abajo durante años, hasta que me hice suficientemente mayor y pude volver sin necesidad de disfrazarme. La magia se había perdido. Algunos llegaban tan borrachos, que desafinaban. Otros habían perdido la voz con la edad. José Antonio había muerto en 1989. Ahora cantaban sones, guarachas y cha cha chas.
Preferí quedarme con el recuerdo y aquel bigote falso que Negrete envidiaría. Los días de gloria del Pico Blanco habían terminado. Los del filin no terminarán mientras exista un cubano romántico, por lo que merece otros escritos.