para Luis Liñante
—Ahora cumpliré mi promesa. —dijo despacio Laíto. —En los tiempos que viví en Santiago de Cuba, le hice un daguerrotipo a la charanga de Enrique Bueno. Ese tipo de fotografía lleva mucho tiempo de exposición. Los retratados deben estar inmóviles casi minuto y medio, pero el timbalero, un niño, acariciaba el cuero de sus tambores, ansioso por hacerlos sonar. Enrique lo reprimió con dureza. Nos demoramos el doble de lo pensado, hasta lograr que el muchacho estuviera tranquilo. Resultó ser Acerina, el hijastro de Enrique. A pesar de que fue el culpable del retraso, me cayó en gracia. Adiviné que la música, sobre todo el danzón, era lo suyo. El tiempo perdido con la foto fue en balde, unos meses después se fue a México. Tendría unos catorce años.
—Acerina me suena raro. —apuntó abuela.
—Consejo Valiente se llama. Más raro todavía. Lo apodaron Acerina, pues tenía la piel tan negra como una piedra preciosa, la hematita especular.
Con Estanislao se aprendía de todo. Era el aventurero oficial de la famila. Mambí, fotógrafo en Santiago y Nueva York y joyero en la Habana. Se había acomodado gracias a sus negocios de joyería, que lo había llevado por medio continente. Nunca se casó, pero había roto unos cuantos corazones, incluso el de Esther Borja en Venezuela.
Esa fue mi primera sobremesa con los adultos, después del arroz con pollo y el boniatillo de postre. A los niños les ponían una mesa aparte en el patio, cuando había visita. No debíamos escuchar las conversaciones de los mayores. Ese domingo me dejaron quedarme con ellos, a petición de Estanislao.
—Enrique Bueno trabajaba como un buey, con la charanga y lo que fuera. Tenía malas pulgas y se le iba la mano con los cintazos. No les alcanzaba ni para comer, con tantos hijos e hijastros. Algunos lo ayudaban recogiendo sancocho para los puercos. Hasta entrenaron un chivo enorme y lo pusieron a remolcar un carrito. Cobraban centavos por pasear en el vehículo, adornado con banderitas cubanas, a cuatro o cinco niños por las calles de Los Hoyos. Ni así daban las cuentas. Enrique aprovechó que una orquesta improvisada se iba a Yucatán y mandó al chiquillo con ellos. Uno menos que mantener, el más revirado además. Bien tratado por la gente de la charanga, Acerina cargaba los instrumentos y los asistía en todo. Mientras aprendió a dominar el timbal. Ganaba sus quilitos. De vez en cuando mandaba algo a su madre y hermanos, que era muy bien recibido.
—¿Y cómo sabes todo eso? —abuela recogió la vajilla y se quitó el delantal. Eso quería decir que mi señor padre tenía la cocina a su disposición para colar el café, su especialidad.
—La hermana mayor de Acerina limpiaba la casa de tu tío Lino. La pobre, no sabía leer. Me traía las cartas del negrito para que se las leyera. A veces me las hacía repasar una y otra vez. Al principio Consejo echaba de menos su país y su familia. Pensó regresar muchas veces, pero parece que echó raíces.
—¿Y dice usted que alcanzó la fama? Aquí nadie lo conoce…
—En uno de mis viajes de negocios a la patria de los aztecas, después de la guerra contra Hitler, me invitaron al Salón México, donde tocaba Consejo. Ya estaba cuarentón. No era un sitio muy aristocrático que digamos. Registraban a los hombres en la puerta. Las reyertas y cuchilladas eran habituales. Pero la música era buena y se bailaba bien, alternando el cuadro, con el suavecito y el triángulo, entre otros pasos. Igualito que aquí. Yo esperaba escuchar Almendra, Fefita, Tres lindas cubanas… Cuando tocaron una pieza que se llama Nereidas y otra: Rigoletito, con aires de la ópera de Verdi, los bailadores se pusieron frenéticos. ¿Y a qué no te imaginas, aprendiz de curioso, a quién conocí bailando en el Salón México? ¡A Litico Rodríguez!
Litico era mi locura. El gordo gozador que bailaba como nadie en Cuba. Mis padres lo habían visto en el teatro, en la puesta de «Un día en el solar». Yo lo conocía de la televisión.
—¿Bailando danzones? —preguntó mi padre mientras servía el café a los mayores.
—Eso y rumba, son montuno, guaguancó, conga… todo lo que sonara a cubano. No lo conocía, pero adiviné de dónde venía cuando lo vi menearse. Me le acerqué y le susurré: usted viene de donde crecen las palmas reales, compatriota. No hace falta más que verlo mover el esqueleto para saberlo. Soltó una carcajada. Después lo invité a unas cervezas, se sentó a mi mesa y hablamos. Le conté qué me traía al salón de bailes. En el primer descanso me llevó a ver a Acerina. Recordaba la foto, pero no a mí. Cuando le hablé de su hermana y familia se emocionó. Era una estrella, los bailadores lo adoraban. Me contó como formó su danzonera con mucho esfuerzo. El sindicato de artistas es muy fuerte por allá. Igual que después a Dámaso Pérez Prado, le pusieron trabas. Exigieron usar una mayoría de instrumentistas mexicanos. Ya el género de Faílde era tradición, después de haber entrado por Mérida en el ochenta y pico. No le fue tan difícil encontrar buenos músicos, cubanos y del patio. El timbalero se aferró al ritmo matancero, era lo único que llevaba consigo de su país. En aquel lugar lo que más se tocaba era danzón. No se imaginan cómo gustaba. Pusieron para aprenderlo academias y todo, por todo México.
—Pero si se baila en un ladrillito… Hay que tener dos pies zurdos pa’ no cogerle el paso.—mi padre me miró, burlón.
Yo era incapaz de danzonear. Nunca he aprendido a bailar cha cha cha, mambo, casino o el hustle cuando se puso de moda la música disco. Lo mío es dar brincos y contonearme. De marcar coreografías, nada.
—Con las glorias, se olvidan las memorias. Seguro que desatendió a su familia. — murmuró abuela. Estanislao tenía oído de tuberculoso.
—No’mbre no, Nené. Consejo mandó cartas y dinero conmigo. Una tarde de mayo, se me apareció su hermana, bajo tremendo aguacero. Traía un paquete envuelto en hule bajo el brazo. Lo desenvolvió como si fueran copas de cristal de Baccarat. Era el primer disco de Acerina y su Danzonera. Su nombre en la carátula, con letras grandes. Se lo puse en mi gramófono. Ella no decía nada cuando terminaba la última pieza. Me miraba con ojos lacrimosos. Yo entendía y se lo volvía a poner. Después, las cartas se fueron distanciando pero envió más grabaciones. Aquí tienen que estar, en el montón que ustedes no quieren tocar nunca. Antes de que la familiar del timbalero muriera, pidió que me confiaran a mí los discos.
Cuando Estanislao León quiso ingresar en el asilo (procuraba no molestar, aclaraba) trajimos sus cosas y recuerdos para la casa.
—Sabes bien adonde están. Ve a buscarlos.—Me ordenó abuela. —Ya me están entrando ganas de oír al Acerina de marras y sus Nereidas.
Corrí a hacerlo, no quería perderme nada del cuento. Puse la aguja en el primer surco del disco y eché a andar el tocadiscos. Nos resultó raro.
—Parece una retreta militar en el Parque de Cruces… —soltó mi padre, siempre jocoso. Al anciano le cambió la expresión del rostro.
—Es como viajar en el tiempo. Atrás, muy atrás. Antonio María Romeu, Barbarito Diez, Dominica Verges, la orquesta Aragón… interpretan distinto el danzón. Ese negrito que acariciaba los cueros de sus timbales, inquieto por sacarles música, lo hace sonar como lo hacía su padre o la orquesta de su padrastro.
—Pero… de eso hace casi un siglo. La música, los bailes, todo ha cambiado. —Papi no se callaba, sorprendido por el sonido de la orquesta.
—En el mundo entero se bailan los valses como los tocaba Johann Strauss, no se cambia lo inmejorable. Acerina, más que ningún otro músico, es el causante de que el danzón sea adorado fuera de su patria. Por eso hay que respetarlo, a él y a la música que hace.—aseguró el anciano. —Y no quiero hablar más del tema.
Laíto León o de León, como descubrimos hace poco que era realmente su apellido, murió un año después. Le falló el corazón mientras dormía. Acerina falleció en México, a los ochenta y ocho años. Pasó tocando, arreglando y componiendo danzones setenta y seis de ellos. Cuando vi en Youtube este video suyo hace unos meses, me alegré, por la existencia de Consejo Valiente Robert y por la de los mexicanos que bailan danzón, sintiéndolo suyo.