DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Antes y después

 

antes

Quizás ahora que murió Ingvar, la tante Kerstin quita la maldita mesa de abajo de la ventana. —Supuso Jörgen, el portero de mi edificio. Olía, como siempre, a sudor rancio y tabaco. No soltaba la escoba. La entrada estaba llena de hojas muertas. Se esforzaba sacándolas de abajo de una mesita gris, repleta de plantas. Ingvar fue carpintero toda su vida. Cuando se pensionó, él y unos amigos alquilaron el local del sótano. Compraron viejas máquinas de taller. Los vejetes no tenían nada más en que entretenerse. Ya se han ido muriendo todos. Ingvar fue el último en estirar la pata. Habrá que alquilar un camión para botar todas esas herramientas inútiles.

¿Y qué tenía que ver Ingvar con Kerstin?

Ellos fueron de los primeros en mudarse a este edificio cuando se construyó en los años cincuenta. Hace un buen tiempo que se quedaron los dos viudos. El carpintero empezó a tirarle los tejos a la bruja, al saberla sola. El primer mueble que hizo fue este y se lo regaló a Kerstin. Ella no lo aceptó. Decía que su esposo era el único hombre en su vida y no pensaba cambiar eso a su edad.

Ingvar había colocado el obsequio al lado de la puerta de entrada, así Kerstin recordaría la prueba de su rechazo todos los días. La señora nunca metió la mesita en su apartamento, pero allí mismo la llenó de macetas con plantas de violetas, begonias y helechos. Me pregunto si cedió de alguna manera. Ella exhibía una dulzura a prueba de tormentas de nieve, soledad y tinieblas. No la recuerdo vestida de oscuro, sin los labios pintados de discreto rosa o con la mirada baja. Él siempre tenía una frase amable siguiendo al saludo. Habrían hecho una preciosa pareja.

Meses después de aquella conversación llegué al edificio y no encontré las flores. Con tanta nieve afuera, me alegraban vista y olfato. «Al final Jörgen convenció a Kerstin que la mesa era un peligro de incendio.» pensé, contrariado. En eso salió una vecina del ascensor con el rostro triste.

Estuvimos dos días sin ver a Kerstin, tocaba su puerta y nadie respondía. Vino la policía, entraron y la encontraron. Un infarto…

No hizo falta que contara más. Miré al rincón dónde habían estado las plantas. La vecina hizo lo mismo.

Jörgen botó la mesita esta misma mañana.

Cuando se fue la mujer me metí en el cuarto de la basura. Allí estaba la consola, patas arriba en un container. El portero la había tirado encima de las macetas, no había sobrevivido ninguna planta. Saqué el mueble y lo subí a casa.

El fin de semana pasado cepillé, encolé y reparé la prueba de amor de Ingvar a Kerstin. El agua con que la anciana había regado sus flores durante años, había terminado por dañar y arquear la madera. La pinté y la puse en una esquina de la sala.

El viejo carpintero no escribiría poemas ni compondría canciones, pero mi pared fea se transformó con su mesa gracias a lo que sintió el viudo por Kerstin. Y a la insensibilidad de Jörgen.

después

 


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El Estocolmo de Anita

anita och jag

                                                                               

                                                                   till Anita Mastling, en riktig lärare

Los que emigramos, dejamos la memoria atrás e intentamos mirar adelante. Mis primeros tiempos como expatriado fueron muy duros. Empezar de cero… Se dice muy fácil.

En enero de 1995 comencé la escuela en Handen, a una estación de Jordbro, el barrio donde vivía. Cuatro horas diarias de alivio. Cinco veces a la semana.

Iniciamos el curso con una profesora muy correcta. Enseñaba el sueco y por eso cobraba un sueldo. Como su sustituta por enfermedad llegó Silvia Nilsson, una bella siciliana. Toda una bocanada de aire fresco: divertida, humana, cálida, desprejuiciada, amiga.

Luego tropecé con la persona que me abrió los ojos a una belleza inesperada. La causante principal de mi amor por Estocolmo, Anita Mastling.

Todavía guardo el folleto de historia en español que me regaló hace diez y ocho años. Anita, una niña grande, apocada, pecosa y discreta, nos lo enseñó a leer en su lengua. Un día, casi temerosa de un no masivo, propuso llevarnos a un museo. El entusiasmo de los cubanos, la mayoría más escandalosa en el aula, triunfó. Y partimos de excursión.

En el Museo Histórico, Anita se comportó con un fervor escondido hasta ese momento. Frente a la maqueta de un asentamiento vikingo en Birka quiso explicar tantos detalles, que las palabras se le atropellaban. Habló de mitología con sus alumnos sentados dentro de la reproducción exacta de una choza comunal vikinga. Para los nórdicos de entonces, Freja era una diosa que montaba un carro tirado por gatos, los guerreros habitaban el Valhalla por toda la eternidad y Odin el tuerto fue padre de Thor. Lo contaba aquella encantadora mujercita pelirroja, con ojos hermosos y expresivos. Estábamos metidos en una máquina del tiempo, acomodados en bancos que servían de cama a los escandinavos de aquella época lejana. Panes redondos y planos como discos colgaban del techo, musgo vivo que calentaba el interior sobre la techumbre, una marmita humeaba en el centro, pieles en los asientos. Allí recitó de memoria reglas de convivencia, partes de una edda poética, el Hávamál.

Anita habla a la perfección el castellano, entre otros idiomas. Le apasionan la historia y el arte. Fue guía de turismo, pero nunca nos vió como a visitantes temporales. Con ternura y paciencia nos llevó a cuanto museo y lugar destacado existe en esta ciudad que habito. En cada sitio relataba anécdotas cautivadoras: picantes, sobre el bardo nacional Carl Michael Bellman, aventureras, acerca del trovador Evert Taube en la Habana, Perú y Argentina, no confirmadas, sobre la reina Cristina o el príncipe Eugen.

Anita Mastling nos hizo disfrutar los momentos juntos, borrar preocupaciones y descubrir un mundo más allá de los burócratas de Inmigración. Recuerdo sus enseñanzas palabra por palabra. Quería que aprendiéramos el idioma sueco. Comenzó por enamorarnos de esta bella ciudad desde la raíces de su historia. Al compartirla, ahuyentó el miedo y convirtió a Estocolmo en un lugar desde el que mirar adelante. Un espacio que sumar a la memoria. El uno que poner después del cero, para muchos de nosotros.