—Quizás ahora que murió Ingvar, la tante Kerstin quita la maldita mesa de abajo de la ventana. —Supuso Jörgen, el portero de mi edificio. Olía, como siempre, a sudor rancio y tabaco. No soltaba la escoba. La entrada estaba llena de hojas muertas. Se esforzaba sacándolas de abajo de una mesita gris, repleta de plantas. — Ingvar fue carpintero toda su vida. Cuando se pensionó, él y unos amigos alquilaron el local del sótano. Compraron viejas máquinas de taller. Los vejetes no tenían nada más en que entretenerse. Ya se han ido muriendo todos. Ingvar fue el último en estirar la pata. Habrá que alquilar un camión para botar todas esas herramientas inútiles.
—¿Y qué tenía que ver Ingvar con Kerstin?
—Ellos fueron de los primeros en mudarse a este edificio cuando se construyó en los años cincuenta. Hace un buen tiempo que se quedaron los dos viudos. El carpintero empezó a tirarle los tejos a la bruja, al saberla sola. El primer mueble que hizo fue este y se lo regaló a Kerstin. Ella no lo aceptó. Decía que su esposo era el único hombre en su vida y no pensaba cambiar eso a su edad.
Ingvar había colocado el obsequio al lado de la puerta de entrada, así Kerstin recordaría la prueba de su rechazo todos los días. La señora nunca metió la mesita en su apartamento, pero allí mismo la llenó de macetas con plantas de violetas, begonias y helechos. Me pregunto si cedió de alguna manera. Ella exhibía una dulzura a prueba de tormentas de nieve, soledad y tinieblas. No la recuerdo vestida de oscuro, sin los labios pintados de discreto rosa o con la mirada baja. Él siempre tenía una frase amable siguiendo al saludo. Habrían hecho una preciosa pareja.
Meses después de aquella conversación llegué al edificio y no encontré las flores. Con tanta nieve afuera, me alegraban vista y olfato. «Al final Jörgen convenció a Kerstin que la mesa era un peligro de incendio.» pensé, contrariado. En eso salió una vecina del ascensor con el rostro triste.
—Estuvimos dos días sin ver a Kerstin, tocaba su puerta y nadie respondía. Vino la policía, entraron y la encontraron. Un infarto…
No hizo falta que contara más. Miré al rincón dónde habían estado las plantas. La vecina hizo lo mismo.
—Jörgen botó la mesita esta misma mañana.
Cuando se fue la mujer me metí en el cuarto de la basura. Allí estaba la consola, patas arriba en un container. El portero la había tirado encima de las macetas, no había sobrevivido ninguna planta. Saqué el mueble y lo subí a casa.
El fin de semana pasado cepillé, encolé y reparé la prueba de amor de Ingvar a Kerstin. El agua con que la anciana había regado sus flores durante años, había terminado por dañar y arquear la madera. La pinté y la puse en una esquina de la sala.
El viejo carpintero no escribiría poemas ni compondría canciones, pero mi pared fea se transformó con su mesa gracias a lo que sintió el viudo por Kerstin. Y a la insensibilidad de Jörgen.