¡Ay, casa!
Los fantasmas que me habitan son los mismos que pulen tus baldosas. Juegan enredados entre tus helechos, tiernos como aliento de ángeles, armados de esqueletos negros como ramas de coral, firmes como un beso, desconcertantes como plumas de avestruz… Helechos. Las malangas trepando la tapia, anulándola con verdes, implacables como alitas de libélula, dulces como caimitos, vibrantes como el zun zun que se alimenta de tus buganvillas siempre a las tres de la tarde.
La tarde…
Tus duendes juegan con lagartos que cambian de color. ¡Colores! Cálidos del amarillo al naranja. El sofoco del mediodia, la siesta de los mimbres y las limonadas con hielo. No, el hielo, no, no me lo recuerdes. Mejor miéntame el bochorno que te blanquea los ladrillos con un ritmo de tambores y mangos, claves y sudor.
Miénteme. Duérmeme con recuerdos. Acúname con mariposas, cocuyos, tejas color sangre, vitrales, guitarra y bongó, con la voz de mi madre y las carcajadas de mi padre. Tu puedes, tus paredes se descascaran, mas tus cimientos son fuertes, están fundidos con clorofila y jugo de guayabas, con gemidos de orgasmos y malas palabras, con rebeldía e improperios, con hambres y rumbas.
¡Los colores, ay, casa! ¡Despiértalos! Están durmiendo en el blanco. Regálame un prisma que los desmenuze en azules, amarillos y rojos, que le arranque a los cristales los violetas y los naranjas. Están allí, lo sé. Haciéndole camino a las bicicletas presas, a los bancos de parque desilusionados, a las hierbas insultadas por la mentira del invierno…
Solo tú puedes desnudarlos de nieve y muerte.