—A tí te empujaron a la escalera de un avión y te montaron en él. Tú no viniste porque querías.
Aseguró Leonardo, un amigo chileno, al oirme hablar de lo unida que era mi familia. Me había invitado el día después de mi llegada a Suecia a ver la ceremonia de los premios Óscar. Sirvió vinos y canapés mientras veíamos el espectáculo. Me parecía el colmo del lujo. Hollywood en directo, foie gras y chardonnay frío.
Desde el balcón del chileno vi nevar por primera vez. Salí a dejarme enfriar por los copos. Un niño jugando con la nieve, a pesar de mis treinticuatro años. Dos décadas después, detesto los seis meses de invierno sin poder pisar tierra firme, caminando sobre treinta centímetros de algo blanco y crujiente o resbalando en la inmensa pista de patinaje en que se convierte Estocolmo. Hasta las alas de los ángeles se han congelado por aquí arriba.
Es el precio de la libertad, junto a la lejanía de los que quiero y la falta de comunicación. Es dificil relacionarse con alguien a quién le han enseñado a no expresar sentimientos. Claro que los tienen, somos todos humanos; pero no se escuchan carcajadas adultas de alegría por las calles, ni las vecinas lloran cuando cuentan la muerte de su esposo tres días antes y tu pareja no te mira a los ojos mientras tiene un orgasmo. Son cosas a las que no acabo de adaptarme, como evitar devolver la sonrisa a un niño en el metro o moverme al ritmo de Donna Summer cuando la escucho en mis audífonos
Hace dos siglos los castigos máximos eran la muerte o el destierro. El segundo era tan cruel que se eliminó. Los seres humanos tenemos la capacidad de adaptarnos a cualquier medio, la potencialidad de resistir sobreviviendo en situaciones extremas regalándonos una felicidad de segunda mano. Y engañarnos diciéndonos que vivimos con intensidad.
«Estar solo es ser fuerte.» Fue una de las primeras frases que aprendí a leer en el idioma de los suecos. Una especie de divisa para ellos. Quizás sea un problema demográfico, un país enorme casi deshabitado. Muchas millas de nieve y muchos lobos hambrientos, entre casa y casa.
La mayoría de los seres humanos no pueden, ni quieren, estar solos. Hace años que coqueteo con la soledad, aunque no soy un solitario. Me molesta tener que cambiar la sábana dos veces el mismo día cuando viene alguien a pasar una noche conmigo, me incomoda que quiera usar mi tazón favorito al desayunar o que no traiga vino para la cena.
Miro por la ventana y veo el sauce desnudo en el otoño, cubierto de nieve en el invierno, retoñando en la primavera y reventando de tantas hojas en el verano. Nadie cerca del árbol. Nadie que cante un reggaetón en voz alta o grite para comentar la novela, no hay quién venga a pedir azúcar o a traer las fotos del bautizo de su nieta. Hay días que daría la vida por todo eso, por cambiar las sábanas todas las mañanas y comprar tazones para compartir el cereal, por escuchar a la vecina desafinar o reírle una anécdota malintencionada.
Como dijo Leonardo, hace veinte años me montaron en un avión. He pasado ese tiempo entre contradicciones. Alegrías, nostalgias, pasiones, decepciones, sueños y desamores. Se me antoja que al final es la misma mecánica en todas partes.
Hay que cocer las habas para comerlas, no se comen crudas.
Y hay que sobrevivir comiéndolas porque las uvas… están verdes.
