DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Ya se va el manisero, ya se va…

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Cuando Moisés Simons se quejó ante un alcalde habanero por la pérdida de todas sus partituras en el terrible ciclón de 1926, el político le respondió subestimando el hecho: «Con la rumba no se llega a nada».

El cubanísimo Moisés llevaba el tambor y los ritmos africanos en el alma, a pesar de su origen vasco. De niño tocaba el órgano en la iglesia del barrio de Jesús María. En medio de un himno religioso no pudo reprimir sus deseos y sus dedos se desbocaron en un son montuno. La mirada castigadora del cura y los cintarazos del padre lo detuvieron por un tiempo, mas la rumba lo llamaba. La tocó con Lecuona en los teatros Martí y Payret y en el Hotel Sevilla Biltmore. Siempre con los mejores músicos del patio.

En 1929 compuso en veinte minutos aquello de maní, manisero se va, esta noche no voy a poder dormir, sin comerme un cucurucho de maní. Esa misma tarde lo estrenó Rita Montaner en el teatro, un año después Don Aspiazu lo llevó a New York y Londres.

Simons llegó en el momento preciso a París, a comienzos de la década de 1930. Allí se convirtió en el anfitrión de un mundo de tumbadoras, claves, maracas y bongós. La célebre vedette Mistinguett, Josephine Baker y Remedios, la Diamanta, iban a pedirle nuevas composiciones.

El manisero emborrachó de tal manera a París, que varios de sus clubes se tropicalizaron. La rue Fontaine de Montmartre fue llamada la calle cubana. Concentró por aquellos tiempos al cabaret Cabane Cubaine, La Cueve, con el músico Julio Cuevas amenizando, a La Coupoule, a La Rotonde y al Melody’s Bar. Tristan Tzara, habitual de tales antros, llegó a afirmar: «la rumba es algo tan sabroso que se debería comer con pan».

El compositor criollo vivió en la Ciudad de las Luces hasta que llegaron los nazis. Una leyenda asegura que fue detenido por los alemanes, confundidos por su apellido judío. Quizás asustado, fue a morirse a Madrid, unos dicen que pobre y olvidado, otros que viviendo bien de sus derechos de autor.

A pesar de que con la rumba no se llega a nada, El Manisero llegó a ser el pregón más famoso de su época, con un sinfín de versiones registradas, algunas en otros idiomas. Casi un siglo después muchos cubanos y algunos que no lo son, pueden cantarlo y bailarlo. La música compuesta por Moisés Simons se convirtió en un pasaporte que no se vence con el tiempo, ni conoce fronteras, El alcalde que erró en sus vaticinios jamás puso un pie fuera de Cuba… y nadie recuerda su nombre.

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Chinchón: la vil seducción

DSC_0644Las seducciones pueden ser viles o consensuadas. No se limitan a dos seres humanos. Por eso me gusta subir a un avión y partir lejos de casa, para dejarme cautivar por un lugar diferente.

A finales de septiembre escapé a Madrid. El domingo escuché el teléfono, respondí tirado en la cama del hotel. Era la voz de una amiga entrañable, sin su familia no existe la capital de España para mí. Intercambiamos saludos y bromas.

Te llevaremos a Chinchón. A las 9 am en la Gran Vía.

¿Chinchón? ¿De qué me sonaba Chinchón? Estrujé mis neuronas intentado recordar.

Comenzamos las risas al primer abrazo. Salimos de la ciudad por el sur. En menos de una hora arribamos. Subimos una cuesta. Contemplamos las casas blancas de cal, los techos de tejas rojas, las calles estrechas empedradas, las puertas de madera tallada, los balcones y su balaustradas acumulando siglos.

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Quedé rezagado, descifrando el cartel de una pastelería con horno de leña y los nombres de sus golosinas: Pelotas de monje, tetas de novicia, palmeritas de Morata

Tan patidifuso andaba, que no descubrí el ruedo flanqueado por balcones de madera hasta que levanté la cabeza. ¡Díos mío! ¡Resultó ser la plaza donde filmaron la corrida de toros de Cantinflas en La vuelta al mundo en 80 días! Nos habíamos escabullido en una de mis películas favoritas. De ahí me sonaba Chinchón. Poco me costó evocar a César Romero vestido de jeque árabe en uno del medio millar de balcones, a David Niven encarnando con su flema inglesa al Philleas Fogg de Jules Verne, al cómico mexicano mientras toreaba y a la turba pueblerina vitoreando.

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«Nos falta mucho por ver, andando». Me advirtieron, con razón. Las cuevas del Murciélago, donde se cura el vino en grandes tinajones de barro, el Goya sobre el Altar Mayor de una iglesia sin torre, la cercana torre sin Iglesia pero con reloj, la atención y los sabores de la comida, el vino local en el Mesón Quiñones, el desconcierto de la cajera cuando las cifras de la cuenta le salieron en coronas suecas en vez de euros, la cabeza de ajo que nos regaló la dueña, la corrección de la vendedora en la Plaza «Limoncillo, no limoncello», la grata compañía, el Convento de las Monjas Clarisas, el lejano Castillo de los Condes, los panes convertidos en obras de arte, el fuerte anís de Chinchón con sus 74 grados de alcohol… todo merecía el asombro.

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Minutos antes de irnos, el portal de una casa muy baja rescató otro recuerdo del cine, el vino local había revitalizado mis neuronas. Reconocí la vivienda usada para filmar La vil seducción. Analia Gadé, caracterizada de monja y escapada de una obra teatral, hacía perder la virginidad a un muy señorito Fernando Fernán Gómez. Una seducción consensuada, no castigada por la ley. Chinchón me arrebató la inocencia de una manera vil. Por su culpa descubrí una España auténtica, una autenticidad que sorprende por la sencillez, por la naturalidad. Ojalá que nunca la pierda.

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Choque cultural, con caramelo único

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Un simple caramelo no mueve una montaña ni provoca una guerra, pero sí puede cambiar un destino. Existen señales que, los curtidos por el baqueteo, no podemos darnos el lujo de desoír.

Nos habíamos conocido meses después de mi llegada a Suecia, llevábamos cinco como amantes. En nuestras tardes y noches se turnaban la pasión y largas sesiones discográficas en el musicomio, como llegué a llamar su casa, con sus paredes cubiertas de anaqueles repletos de grabaciones. Nos unía el gusto por la ópera, lo clásico, Electric Light Orchestra y Ernesto Lecuona.

Me había sorprendido la vasta colección del compositor cubano que había llegado a acumular. Atesoraba sus temas clásicos al piano, sus españoladas, incluso las rumbantelas de Lecuona Cuban Boys y un afiche enorme de ellos anunciando sus actuaciones en el muy estocolmense Tivoli Gröna Lund.

Intercambiamos regalos por el día de San Valentín y fuimos a un Concierto gratuito de la Orquesta Sinfónica. Mis oídos y mi corazón se salpicaron en placeres, mas como olvidé llevar bufanda, mi laringe caribeña se irritó.

Regresé al musicomio al día siguiente. Un caramelo de mentol y eucalipto se afanaba en llamarme la atención sobre la mesa del comedor.

¡Qué bueno!— Afirmé en mi inglés de Tom is a boy, Mary is a girl—. Me duele mucho la garganta.

Fui a tomar lo que creía la cura de mi dolencia. La mano que tanto me había acariciado detuvo la mía.

—Como ves , hay uno solo. Está en mi casa y por consiguiente es mío.

Retiré el brazo. Sonreí creyéndolo un chiste.

Hablo en serio.

Reiteró. El Ernán de Cuba hubiera gritado: «Te puedes meter el bosque de eucaliptos entero por el…» Sin gritar, usando diferentes expresiones, todas traspasando las normas del buen decir. Ya me había barnizado un poco con una primera mano de civilización escandinava, post vikinga claro, pero la mezquindad me era y me seguirá siendo siempre ajena.

No te preocupes. Voy a comprar caramelos para los dos y regreso.

Dije levantando las comisuras de mis labios. No hizo falta dar el portazo como Nora en Casa de muñecas. Jamás volví. 

Un tiempo atrás nos encontramos en una fiesta. Me dijo con expresión adolorida: «Decenios sin vernos… Pensé que estábamos enamorados». Le respondí un «Yo también» que habría hundido al Titanic. Di la espalda y me fui a bailar.

He tenido la suerte de encontrar personas, nacidas en este inmenso bosque casi deshabitado, capaces de compartir lo que tienen. Les aplaudo y admiro. Si alguien no es capaz de partir un caramelo en dos por instinto, haya crecido en la cultura que haya crecido y haya sido educado en las tradiciones que haya sido educado, no me merece. No regresaría al musicomio aunque hubiese llorado el triple de lo que lloré a partir de aquel 15 de febrero. Un caramelo no mueve montañas ni provoca guerras, pero si cambia destinos.


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El peluquero que componía cha cha chas

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Yo creo que las tradiciones son el corazón de un país, no los discursos de los políticos, ni las medallas de los militares. Quizás me equivoque, pero una receta de majarete compartida o una descarga de bolerones en la sala de una casa, unen más que un desfile con tanques y cohetes. Por eso mis recuerdos son sagrados, no vaya a ser que nos obliguen a hablar ruso, a cantar la Internacional o a comer avestruz algún día.

Desde que me mudé para el Cerro compro en la bodega de Fermín. Me gusta el ambiente, el bodeguero siempre tiene prendida la vitrola, se apoya en el mostrador y suelta una risa contagiosa pues tiene mucho sentido del humor. Allí se sienta la clientela a oír música y darse su traguito de ron. A cada rato aparece una chiquilla inquieta y linda, Xiomarita. Le insiste al padre que le pongan El paso de Encarnación y a los primeros compases arranca a bailar, para el encanto de los presentes.

Si la muchachita bailadora fuera mayor, le contaría que por los años cincuenta, hace una década, conocí a Pedro Pablo Aranzola, Carucho para sus amigos. Él compuso ese cha cha cha tan rico. Yo era clienta de su peluquería en Marquéz González y calle Salud. Una de las mejores en esta capital para personas de cabello acaracolado y piel de chocolate, cuando la Habana era la Habana y Cuba reía. Era un tipo ocurrente y muy atento, además, a esas cosas que suelta la lengua cuando una espera por que le hagan el tratamiento y se le asiente la rebelde cabellera.

Al Salón de Belleza iban de visita unos cuántos músicos, tres o cuatro muchachones de la orquesta Aragón. Aranzola era de Nueva Paz y por las Villas de entonces había conocido a Richard Egües, que era de Cruces.

A Carucho le bastaba oír una frase y se le encendía el bombillo. Salía a buscar lápiz y papel, anotaba y después le cantaba sus cosas a Egües que las ponía en el pentagrama. Mi peluquero era un genio natural, le encontraba el filón de oro a cualquier detalle. Lo descubrí una noche en que movíamos el esqueleto con la Orquesta de Chapottín. El cielo se llenó de nubarrones. Empezó a tronar. Nuestro vecino Tomás le dijo a su pareja «Encarnación, arranca pa’ casa, mujer. Que nos va a coger el aguacero y con ese vestido tan apreta’o no puedes correr. Nos vamos a empapar por culpa de tu vanidad». Ahí mismitico el peluquero agarró una cuartilla y compuso El paso de Encarnación. Sigue leyendo


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Primeras frases

 

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Las primeras frases que aprendemos de un idioma abren la puerta a mundos nuevos. Son palabras extrañas al inicio, luego pasan al catálogo de las inolvidables.

Viviendo en la aldea global, es fácil meterse en camisa de once varas. La cartera de mi barrio (por su pronunciada nuez de Adán y sus amplios hombros supongo que alguna vez fue cartero) es tailandesa. Cometí el error de contarle cuánto me gustaba la comida de su país y que era cliente habitual del restaurante Sawadee, con su orquídea en el cartel luminoso de la entrada. Sin perder un segundo me explicó que Sawadee no era el nombre de la flor, sino hola en su lengua. «Si eres hombre dices sawadee kap, las mujeres sawadee ka». Desde entonces tengo que saludarla día a día, incluyendo ya el hola masculino, el cómo estás, bien gracias y tú, bonito día y otras expresiones de la conversación ligera en tailandés. Ella me corrige hasta que lo pronuncie bien. ¿Qué remedio no me queda?

Al compañero de trabajo croata lo saludo con un ¿kako si?; a la armenia, con un ¿barev, vont es? A cambio recibo dos sonrisas y un ¿hola, como estás? en castellano. El resto de la cháchara continúa en sueco, pues no sabemos nada más en nuestros respectivos idiomas. Tanto el «kako si», como el «barev, vont es», o el «hola como estás» son parte de una ceremonia; de aceptación al principio, de afecto, después de tanto roce.

En Egipto decenas de chiquillos esperan fuera de las atracciones turísticas. A la llegada de los ingenuos extranjeros les cuelgan cuanto féfere pueda adornar al viajero: collares, abadejos, pulseras… a manera de regalo. Horas después, cuando sales del templo, tumba, pirámide o lo que sea, te esperan y te exigen le pagues lo que te encasquetaron. Para evitar discusiones con tales empresarios azotacalles, el guía nos enseñó a decir La, schuckran (no, gracias) acompañado de un movimiento de los brazos puestos por delante a la altura de los muslos, de adentro hacia afuera y poniendo cara de tranca. Remedio santo para evitar convertirte en maniquí callejero. En mi barrio uso la frase a cada rato, suavizándola con un habibi al final.

Creí que mis primeras frases en sueco serían malas palabras o saludos, como es lo usual, pero me equivoqué. Para evitar caries, desde los años cuarenta del siglo pasado en este mi nuevo país se recomienda dar caramelos a los niños solo los sábados. Tal sugerencia se ha hecho casi ley, como todas las reglas en el respetuoso mundo nórdico. Los vendedores de golosinas las ponen cerca de la caja, a la salida de los mercados, para provocar. De domingo a viernes, cuando los vikinguitos descubren las coloridas e insípidas gominolas, la pataleta está garantizada.

En mis primeras semanas de exilio, ponía un pie en el supermercado vecino y era testigo de un acto teatral constante: Niñitos rubitos tirados en el piso, gritando e increpando: Jag vill ha godis, jag vill ha godis, jag vill ha godis. Las madres y padres fingían no escucharlos, pero la tienda entera los sufría. Tantas veces soporté las perretas, que de ellas recibí mi primera lección en el idioma de Suecia: jag es yo, vill es querer, ha es tener y godis golosinas. No hizo falta clases ni maestros, la histeria infantil con sus ametralladas repeticiones me impartieron las primicias de la gramática y algo de léxico. Y como las primeras frases que aprendimos de un idioma son inolvidables, hoy es domingo y… ¡Yo quiero caramelos!

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