DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Choque cultural, con caramelo único

caramelo menta

Un simple caramelo no mueve una montaña ni provoca una guerra, pero sí puede cambiar un destino. Existen señales que, los curtidos por el baqueteo, no podemos darnos el lujo de desoír.

Nos habíamos conocido meses después de mi llegada a Suecia, llevábamos cinco como amantes. En nuestras tardes y noches se turnaban la pasión y largas sesiones discográficas en el musicomio, como llegué a llamar su casa, con sus paredes cubiertas de anaqueles repletos de grabaciones. Nos unía el gusto por la ópera, lo clásico, Electric Light Orchestra y Ernesto Lecuona.

Me había sorprendido la vasta colección del compositor cubano que había llegado a acumular. Atesoraba sus temas clásicos al piano, sus españoladas, incluso las rumbantelas de Lecuona Cuban Boys y un afiche enorme de ellos anunciando sus actuaciones en el muy estocolmense Tivoli Gröna Lund.

Intercambiamos regalos por el día de San Valentín y fuimos a un Concierto gratuito de la Orquesta Sinfónica. Mis oídos y mi corazón se salpicaron en placeres, mas como olvidé llevar bufanda, mi laringe caribeña se irritó.

Regresé al musicomio al día siguiente. Un caramelo de mentol y eucalipto se afanaba en llamarme la atención sobre la mesa del comedor.

¡Qué bueno!— Afirmé en mi inglés de Tom is a boy, Mary is a girl—. Me duele mucho la garganta.

Fui a tomar lo que creía la cura de mi dolencia. La mano que tanto me había acariciado detuvo la mía.

—Como ves , hay uno solo. Está en mi casa y por consiguiente es mío.

Retiré el brazo. Sonreí creyéndolo un chiste.

Hablo en serio.

Reiteró. El Ernán de Cuba hubiera gritado: «Te puedes meter el bosque de eucaliptos entero por el…» Sin gritar, usando diferentes expresiones, todas traspasando las normas del buen decir. Ya me había barnizado un poco con una primera mano de civilización escandinava, post vikinga claro, pero la mezquindad me era y me seguirá siendo siempre ajena.

No te preocupes. Voy a comprar caramelos para los dos y regreso.

Dije levantando las comisuras de mis labios. No hizo falta dar el portazo como Nora en Casa de muñecas. Jamás volví. 

Un tiempo atrás nos encontramos en una fiesta. Me dijo con expresión adolorida: «Decenios sin vernos… Pensé que estábamos enamorados». Le respondí un «Yo también» que habría hundido al Titanic. Di la espalda y me fui a bailar.

He tenido la suerte de encontrar personas, nacidas en este inmenso bosque casi deshabitado, capaces de compartir lo que tienen. Les aplaudo y admiro. Si alguien no es capaz de partir un caramelo en dos por instinto, haya crecido en la cultura que haya crecido y haya sido educado en las tradiciones que haya sido educado, no me merece. No regresaría al musicomio aunque hubiese llorado el triple de lo que lloré a partir de aquel 15 de febrero. Un caramelo no mueve montañas ni provoca guerras, pero si cambia destinos.


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Solsticio sin arrumacos

 

pinga

En la placita, delante de la fuente de las burbujas y las brujas, han montado el símbolo del solsticio de verano: un inmenso falo vegetal. Mientras lo observo siento el vibrador del teléfono en el bolsillo del pantalón. Reconozco la voz. Pregunta sin saludar.

¿Lo has pensado? Me gustaría mucho que fueras conmigo. Todavía puedo comprar otro pasaje de tren.

Lo siento. No me parece bien.

Son solo mis hermanas, sus hijos y algunos vecinos. Mis cuñados estarán borrachos todo el tiempo.

Nos conocimos hace muy poco. Pasar el midsommar con tu gente, es darle mucha seriedad a una relación que solo comienza.

Llevábamos chateando más de un año. Nos encontramos en la vida real hace cinco meses. ¿No es suficiente seriedad? Para nosotros los suecos esta celebración es casi tan importante como las navidades. Es algo muy familiar.

Vuelvo a mirar el poste adornado. Es una alegoría pagana de fertilidad, igual que el festejo. Las ciudades se vacían y todos se van al campo a casa de parientes o amigos íntimos. Se bebe, come, canta y baila. Es el medio del verano, el día más largo del año, el sol de medianoche.

En mi primera época en Suecia quise participar en estas fiestas. A la tercera fue la vencida. Demasiado alcohol, poca música y menos baile. Canciones infantiles, constante brindar con snaps o aguardiente, después de cada bocado de arenque ahumado o encurtido. Al menos diecisiete brindis con alcohol casi puro. Imposible apreciar la luz al llegar la medianoche. El regalo más preciado de la naturaleza en estas latitudes.

Contemplo las flores que adornan el palo, bastante mustias ya. Hago una foto después de despedirme con dulzura. Guardo el teléfono. Entro al mercado.

Mañana ninguna nube se interpondrá entre mis ojos y el sol de medianoche. Eso espero.

 


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De brujas y burbujas.

fuente hagsätra

Tenemos días de sol y calor. Voy a comprar limones, para hacer un daiquirí al de los arrumacos y refrescarnos en el balcón, escuchando a Barbra Streisand. Al salir del mercado noto que alguien ha dejado caer en la fuente de la entrada algún tipo de detergente.
Saco el teléfono del bolsillo. Una de esas señoras mayores, muy rubias, con ojos muy azules y que parecen tener el don de la ubicuidad, lo advierte y me suelta:
—No hace falta que llames a la policía, ya lo hice.
—¿Policía? Sólo voy a tomar una foto. —Sonreí.
—¿Te parece divertido? Claro, eres como esos que maltrataron el agua.
—Un poco de espuma no le hará daño a la fuente. Se ve diferente, es como si la espumita le diera el volumen que no tiene. Y me parece hasta más alegre.
—No me sorprende tu opinión. Gentuza como tú es la que ha destruido este país.
Vuelvo a sonreír, nada difícil en mí.
—¿Me haría el favor de apartarse un poco? —Le digo moviendo el cuello y la cabeza a un lado, como la integrante de un trío de la Motown.— Es para poder hacer la foto.
—¡Ustedes no hacen más que molestar!
Mientras fotografío lo que ha causado mi buen estado de ánimo, se le acercan dos señoras más. Comentan en voz baja, mirándome. Las narices tan altas como si hubieran olido un peo.
—Seguro que le enviarás las fotos a tus familiares del desierto de Sahara.
Vuelve a atacar la tante, como mis buenos amigos suecos llaman a personas como ella, usando la palabra tía en francés para burlarse. Le doy la espalda sin responder, no sin antes mirar otra vez al surtidor. Las burbujas aumentan, sin enterarse del disgusto de las tres damas. Ya están desbordando los límites de la fontana. Me pregunto que pasaría si llegaran a mojar los zapatos grises, negros o pardos de tan airadas expectadoras.
Un rato después, el de los arrumacos y yo nos sentamos en el balcón, gozando del daiquirí. Comentamos el avance de los partidos de la ultraderecha y la ultraizquierda en Europa. Nada sorprendente…


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Feliz año 2014

 

Dos maneras diferentes de esperar el nuevo año.

Primero con el grupo sueco ABBA. ¿Deseándonos felicidad?

Luego con el grupo Mayimbe y una Rueda de Casino. La descendiente directa de la contradanza cubana. Aquí con los nombres de los pasillos, para quién quiera aprenderlos.

¡Féliz Año 2014 desde el Polo Norte!

¡Y a gozar, a gozar, que el mundo se va a acabar!


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El Estocolmo de Anita

anita och jag

                                                                               

                                                                   till Anita Mastling, en riktig lärare

Los que emigramos, dejamos la memoria atrás e intentamos mirar adelante. Mis primeros tiempos como expatriado fueron muy duros. Empezar de cero… Se dice muy fácil.

En enero de 1995 comencé la escuela en Handen, a una estación de Jordbro, el barrio donde vivía. Cuatro horas diarias de alivio. Cinco veces a la semana.

Iniciamos el curso con una profesora muy correcta. Enseñaba el sueco y por eso cobraba un sueldo. Como su sustituta por enfermedad llegó Silvia Nilsson, una bella siciliana. Toda una bocanada de aire fresco: divertida, humana, cálida, desprejuiciada, amiga.

Luego tropecé con la persona que me abrió los ojos a una belleza inesperada. La causante principal de mi amor por Estocolmo, Anita Mastling.

Todavía guardo el folleto de historia en español que me regaló hace diez y ocho años. Anita, una niña grande, apocada, pecosa y discreta, nos lo enseñó a leer en su lengua. Un día, casi temerosa de un no masivo, propuso llevarnos a un museo. El entusiasmo de los cubanos, la mayoría más escandalosa en el aula, triunfó. Y partimos de excursión.

En el Museo Histórico, Anita se comportó con un fervor escondido hasta ese momento. Frente a la maqueta de un asentamiento vikingo en Birka quiso explicar tantos detalles, que las palabras se le atropellaban. Habló de mitología con sus alumnos sentados dentro de la reproducción exacta de una choza comunal vikinga. Para los nórdicos de entonces, Freja era una diosa que montaba un carro tirado por gatos, los guerreros habitaban el Valhalla por toda la eternidad y Odin el tuerto fue padre de Thor. Lo contaba aquella encantadora mujercita pelirroja, con ojos hermosos y expresivos. Estábamos metidos en una máquina del tiempo, acomodados en bancos que servían de cama a los escandinavos de aquella época lejana. Panes redondos y planos como discos colgaban del techo, musgo vivo que calentaba el interior sobre la techumbre, una marmita humeaba en el centro, pieles en los asientos. Allí recitó de memoria reglas de convivencia, partes de una edda poética, el Hávamál.

Anita habla a la perfección el castellano, entre otros idiomas. Le apasionan la historia y el arte. Fue guía de turismo, pero nunca nos vió como a visitantes temporales. Con ternura y paciencia nos llevó a cuanto museo y lugar destacado existe en esta ciudad que habito. En cada sitio relataba anécdotas cautivadoras: picantes, sobre el bardo nacional Carl Michael Bellman, aventureras, acerca del trovador Evert Taube en la Habana, Perú y Argentina, no confirmadas, sobre la reina Cristina o el príncipe Eugen.

Anita Mastling nos hizo disfrutar los momentos juntos, borrar preocupaciones y descubrir un mundo más allá de los burócratas de Inmigración. Recuerdo sus enseñanzas palabra por palabra. Quería que aprendiéramos el idioma sueco. Comenzó por enamorarnos de esta bella ciudad desde la raíces de su historia. Al compartirla, ahuyentó el miedo y convirtió a Estocolmo en un lugar desde el que mirar adelante. Un espacio que sumar a la memoria. El uno que poner después del cero, para muchos de nosotros.