DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Los giros de una Giselle

Jorge Bacelo, mi amigo de Fontanar, me encaramó en el tercer piso del habanero teatro García Lorca. Bailaban El lago de los cisnes.

Anímate, muñecón. así me llama todavía—. En el segundo acto la cisne mala tiene que dar una pila de fouettés. Eso sí te va a gustar.

Sólo veía en el escenario unas flaquitas vestidas con tutú, a las que Sigmund Freud diagnosticaría complejo de trompo.

Llegó el esperado momento, el público del gallinero miraba en suspenso, aguantando la respiración. Parecía la escena de la ducha en ”Psicosis”, contando giros en vez de puñaladas.

¡Nada más veinte y ocho! soltó Bacelo, decepcionado—. Alicia Alonso sigue siendo la que más ha dado. ¡Treinta y tres fouettés!

La Alonso se habría clavado como un tornillo en el escenario, pensé. Aunque su ballet favorito no llevaba tantas vueltas, era Giselle.

Hasta la marca de galleticas dulces de mantequilla que la Prima Ballerina Assoluta del BNC había bautizado, se llamaba así. Venían envasadas en un recipiente de hojalata redondo y aplastado, decorado en azul prusia con unas zapatillas rosadas. Las cintas de seda formando el nombre en letras sinuosas. Luego de comerse los dulces, la gente usaba las latas para guardar pizzas y otros alimentos.

En Cuba estábamos en una de tantas épocas de hambruna después de 1959, tipo Corea del Norte, de la que la prensa internacional nunca se hará eco.

Comer en un restaurante era una hazaña y un lujo. Las reservaciones se hacían por teléfono. Se podía estar horas discando (gerundio en desuso) y siempre daba ocupado.

Unos días después de la función de El lago de los cisnes, mi tía Nena logró reservar dos mesas en un mismo día para el restaurante ”Las Bulerías”, especializado en comidas españolas. Era como ganarse dos premios gordos seguidos en la lotería.

Nos engalanamos y partimos al Vedado, frente al Hotel Habana Libre. Allí estaba el restaurante, semiescondido. Nos sentaron a Tía Nena, mi madre, mi hermana y a mí en una mesa. En la otra, mi tía política Ada, una de las personas más tímidas que he conocido, sus dos hijas María y Zeida y Rosulita, la nieta de nuestra vecina santiaguera.

Como primer plato pedimos, los ocho, fabada asturiana. Tía Nena y Ada sacaron sus latas de Giselle de las carteras, con disimulo, debajo de la mesa. Con habilidad de prestigitadores, fueron desapareciendo los abundantes pedazos de chorizo, tocino, morcillas y trozos de hueso de jamón en las dos latas de Giselle. Algunas judías se quedaron en los platos. Luego serían comidas in situ por nosotros. Los envases se deslizaron asiento por asiento, hasta llegar a Ada y Tía Nena, de regreso. Sus contenidos serían congelados después y usados, en pequeñas dosis, para darle sabor a platos caseros.

Nuestro equipo cumplió la misión. Mi madre guardó, bien cerrada y envuelta en una bolsita de plástico, la lata de Giselle repleta de embutidos y pedazos de tocino.

Ada, nerviosa, escondió recipiente y manos bajo su mesa. Se demoraba, inexperta y asustada. Llevarse comida de los restaurantes estaba prohibido. Por un instante vimos su rostro aterrorizado. Fragmentos de segundos después un sonido metálico hizo que todos los ojos miraran en dirección de mi tía política.

El salón comedor de Las Bulerías está construido en dos niveles, estábamos sentados en el superior. La lata de Giselle, colmada ahora de productos secundarios de matanza porcina, cayó de canto y destapada al piso. Impulsada por su contenido y las leyes de la física, comenzó a girar, acercándose al centro de gravedad y desparrando la comida (la quedada por comer, en este caso) por todo el salón.

Nadie movió un músculo. Nadie se atrevió a reclamar la tenencia del envase. Dejamos ir nuestros esfuerzos girando y girando. Tía Nena observó como rodaba por el suelo lo que le había causado un callo en el dedo índice, mi madre y Ada vieron desaparecer la mitad del sabor en nuestros potajes.

Mi padre, que no estaba allí, habría observado el sueldo de un mes, irse marcando las más elegantes rotaciones en una linea recta limpísima. Yo vi las zapatillas de ballet de Alicia Alonso, en su papel de Giselle, dando, cuesta abajo, la mejor secuencia de fouettes en toda la historia del ballet internacional.

Estoy primaria y absolutamente seguro de que sobrepasaron los treinta y tres de la Prima Ballerina Assoluta.

Sólo que esta vez quienes los contamos, no tuvimos ánimo de aplaudir.