DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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Los secretos de la Macorina

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No te creas que las cosas han cambiado con los tiempos, vecina. Todavía, si eres mujer, tienes que hacer el doble de lo que hacen los hombres, para que ellos reconozcan la mitad de lo que has hecho. A la famosa Macorina, se le dio bien volver locos a los poderosos, hacerlos arrodillar ante su belleza para rogarle un rato de placer. Tuvo que aprender el truco desde muy joven, no tenía otra salida.

Se contaban montones de chismes sobre María Calvo Nodarse, que si llegó a tener nueve automóviles y cuatro casas, que si gastaba miles de pesos al mes o si se acostaba con aquel o con aquella.

De mayor, no era una de esas viejas viudas que solo hablan del pasado, como yo y tú ahora. Ella y yo vivimos en la misma casa de vecindad de la calle Apodaca durante años y nunca me había contado quién era, hasta que un día vi por casualidad las fotos que tenía escondidas en una caja de galletas. Cuando le pregunté, me soltó como si su mente estuviera en otro lugar y en otro tiempo. «Esa soy yo en mi Hispano Suiza azul añil. ¿Qué carro más lindo, verdad?»

A partir de ahí chachareó sin parar sobre el hambre que pasó de jovencita. El macho que más quiso la sacó de su pueblito en Pinar del Río, y se la llevó para la Habana. Mediante una amiga, un buen día un señor con plata le propuso meterse en su cama. María no le dio mucha cabeza al ofrecimiento. Dejó atrás al pobretón y empezó su danza de los millones a paso de elefante. La República era joven, el dinero del azúcar y los americanos llenaba la isla, sobre todo la capital… Y ella supo escoger con quien encamarse.

No tuvo que poner jamás un pie en una casa de citas o hacer la calle como las más desgraciadas. No iba a buscar millonarios a Tropicana, como algún despistado ha contado, porque no hubo Tropicana hasta que ella fue casi cincuentona. Eso sí, vistió los mejores trapos, le regalaron las joyas más caras, engatusó a los políticos más poderosos y a los ricos más desprendidos. 

Tenía veinte y tantos años cuando armó el gran escándalo: se convirtió en la primera hembra en Cuba con título para manejar, que era como le llamaban a las Licencias de Conducir entonces. ¿Una mujer al volante en aquellos tiempos? Cosas del diablo, vecina. La gente de la muy católica jai sosayeti no lo soportó y la llevaron a los tribunales, una y otra vez. No pudieron quitarle el permiso. Siguió conduciendo sus coches de lujo Prado arriba y Prado abajo, para hacer rabiar a los envidiosos y sobre todo a las rencorosas.

Un poeta asturiano que vivía en Cuba le escribió un poema, Chavela Vargas, una cantante que la veía pasar por los Aires Libres de la acera del Louvre le puso música a la poesía. ¿El regalo en agradecimiento? Prohibido para menores… Un pintor le hizo un retrato, un músico cubano le escribió un danzón, insoportable para ella, que cantaba Abelardito Barroso con la orquesta Sensación. Creo que eso fue antes de la ranchera de Chavela. Se llegó a asegurar que sus manos curaban. Ponme la mano aquí Macorina, pon, pon, pon, Macorina.

A María Calvo no le gustaba nada su apodo. Ya mucho le molestaba haberse tenido que cambiar el nombre por las cosas de su familia, para que también la conocieran por nombretes feos. Aseguraba que un borracho despechado queriéndola llamar Fornarina como a una famosa cupletista de su época, se le enredó la lengua y le gritó Macorina. Otros, a lo mejor de mala fe, contaban que el curda le había querido gritar maricona por los rumores de lesbianismo y en su delirio etílico trocó las sílabas.

El almanaque no perdona, llegó el tiempo de las vacas flacas a Cuba al mismo tiempo que se fueron las linduras de María. Murió su amante más benefactor, el presidente José Miguel Gómez. Aprendió a dormir sola y a vivir sola. Tuvo que vender los carros, las joyas, las pieles… hasta que se le acabó todo. El mujerón más poderoso de la Habana terminó malviviendo en un solar de la capital. Guarda pan para mayo y maloja para tu caballo. La Macorina perdió el tino y no supo ahorrar. Pudo maniobrar autos, mentes y leyes pero no supo gobernar su plata.

No se arrepentía de nada de lo que había hecho, pero le atormentaba no haber podido garantizar su futuro. La gente sube como la espuma, pero mientras más subes, más fácil es tropezar con una piedra o resbalar y partirte la siquitrilla, sobre todo si eres mujer. La Macorina fue la envidia de la Habana cuando el Morro era de palo y los perros se amarraban con longanizas. Medio siglo después María Calvo era un amasijo de huesos, pellejos y hambre. Fama y aspaviento. ¿De qué valen? Así fue con ella, así ha sido con otras y otros y así será siempre. No te creas que las cosas han cambiado mucho con los tiempos. Eso te lo aseguro, vecina.

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Una canción para borrachos

Total, es un cobarde… — La frase me salió del alma. Con ella interrumpí Quiéreme mucho, el bolero que cantaba. Unos cuantos amigos nos habíamos reunido y descargábamos juntos, en la sala de la casa de mis padres en Cuba.

A mí no me haces cuentos… Habrán pasado cuarenta años pero todavía estás enamorado de la misma gente. Los haya separado lo que los haya separado.

Me soltó mi acompañante en la guitarra, alguien que cree que cuando nos embriagamos, saltamos los obstáculos que nos impone la sociedad; nos quitamos las máscaras y nos comportamos como payasos, actores trágicos o chiquillos pendencieros.

Hasta la generación que siguió a la mía, los ebrios de Cuba terminaban siempre por cantar Lagrimas negras de Miguel Matamoros o Quiéreme mucho, con música de Gonzalo Roig y versos de Ramón Gollury y Agustín Rodríguez. Aunque yo no había bebido la había comenzado a interpretar. Quizás me enajenaban los sentimientos.

Sea un cobarde o no «tu adorado tormento«, te hacen falta unos cuantos tragos de ron para descargar lo que sientes. Es malo guardarlo…

Detuve la mano que me iba a servir el alcohol. No hacía falta. El tiempo le quita los disfraces al despecho.

Totalmente sobrio, canté la canción de los borrachos. Entera y sin desafinar.


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Libros y más libros

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¿Pinacoteca de los Genios, Editorial Codex, Argentina? Ah… Ese es el país dónde nació el feo de la lámpara de Aladino. —aseguró la prima Lolita.

Tía Nena enarcó una ceja como solo Joan Crawford lo haría. Tomó un bulto de libros y los puso en las narices de la joven.

Pinacoteca es una palabra griega, es un lugar donde se exhibe arte. Estos genios no salen de ninguna lámpara. Lo único que tienes que hacer es leer las carátulas y sabrás quienes son.

Rubens, Miró, Van Gogh, El Greco, Braque, Goya, Vermeer, Modigliani, Canaletto, Renoir… —Lolita barajó los tomos y leyó los títulos.— Algunos dibujitos están graciositos, pero no conozco ningún nombre.

Precisamente. Fueron genios porque ni tú los conoces ni ellos te conocen a ti.

Yo tendría unos doce años. En aquél lugar al pie de la escalinata de la Universidad de L’abana, la librería Alma Mater, se vendían los textos de toda la Facultad de Humanidades. Tía Nena era la única empleada. Después de la escuela, la muchachada ayudaba a clasificar y poner los volúmenes en estantes, en ocasiones hasta bien entrada la noche.

Mis amigos fueron al principio por curiosidad. Después, verse rodeados por tantas publicaciones que no se vendían en las librerías ni existían en las bibliotecas, se hizo una necesidad. Unos semanas más tarde Rubén e Irene, estudiantes de Historia, Marilola y la húngara Eva Kovacs, se nos sumaron. Aquél lugar se convirtió en un salón de tertulia, dónde yo y mis socitos adolescentes no teníamos nada que aportar, los demás sí. Aprendíamos sobre arte, literatura, historia.

Donaciones de intelectuales españoles y argentinos, tesoros de la antigua editorial Aguilar: una Biblioteca Premios Nobel, empastada en azul, Mitos y leyendas de la antigüedad clásica, Cuentos de Grimm, Cuentos de Hoffman, Cuentos de Hans Chrisitian Andersen de la Editorial Labor, Maestros ingleses… Antologías y más antologías. Un niño en una pastelería no disfrutaría tanto.

Después del primer Congreso de Educación y Cultura, en abril de 1971, la librería Alma Mater fue inundada por las Obras Maestras de Lenin, Stalin, Nikita Kruschev, la pedagogía de Makarenko, los panfletos de Mikhail Sholojov y otros, los ladrillos incombustibles publicados por la cubana Editorial Revolucionaria.

A Tía Nena le pusieron un empleado poco trabajador pero que parecía tener más ojos que todas las moscas de un mercado en Kuala Lumpur juntas. Mi familiar perdió su trabajo. Nunca supimos porqué. Eran los aciagos años de la Parametración, con su lema de El arte es un arma de la Revolución. Cada maestro, cada bibliotecaria, cada figura de la cultura, era analizado frente a un tribunal según los parámetros de la nueva moral comunista, dictada por Stalin y algún otro extranjero.

Poco duró el encanto adolescente de cortar cuerdas, retirar papeles de Manila y hacer aparecer ejemplares inimaginables. Aún recuerdo las ironías de Tía Nena dirigiéndose a Lolita, determinada a encontrar en la Colina Universitaria un novio con título académico. No lo consiguió nunca, tampoco se enteró de quiénes eran los autores de los dibujitos graciositos pero se casó con un coronel y vive en una casa enorme donde no hay un solo libro o pintura. Yo, en cambio, aprendí que existe la lámpara de Aladino, escondida en un país donde puedo leer, apreciar y disfrutar de cuanto arte se me ocurra. Lejos de los que quiero, con un cielo gris y un invierno demasiado largo. Pero libre…

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Doña Inés busca estrellas

Buscando refugio, nos llegó de una España herida por el fascismo y la recibimos con los brazos abiertos, con este amor por los que sufren que nos caracteriza desde tiempos inmemoriales. Sus compañeros de las artes, sus amigos y oyentes, todos nos hemos reunido aquí para despedir a la magnífica, a la divina, a la genial María Valero, en este luctuoso día de 1948 teñido de aflicción para Cuba entera.

A muchos le parecía haber oído el mismo discurso antes, apabullados por el uso de los adjetivos de Germán Pinelli, de pie junto a una tumba abierta. Alrededor de él, miles de habaneros habían llenado las calles siguiendo el ataúd donde iba el cuerpo de la Valero hasta el cementerio de Colón.

Se contaba que aquella madrileña había llegado a Cuba con un cofrecito lleno de tierra de su país y una mantilla negra por todo equipaje. Con ellos la enterraban.

La tarde anterior la ínsula se había paralizado, en espera del capítulo doscientos de El derecho de nacer. Penca en mano para alejar el calor, las amas de casa habían dejado de lado sus labores, los hombres se habían acercado con disimulo a los aparatos radiales, los niños fueron obligados a detener sus juegos, en los cines se interrumpió la función para complacer al público, retransmitiendo la novela por los altavoces. Mas hubo un silencio total en todas partes.

Esa vez, solo esa vez, la expectativa se rompió de la manera más inesperada para la mayoría. «Estimados oyentes. Hoy nuestros estudios de la CMQ y nuestro patrocinador: el jabón Sabatés, están de luto. Con irremediable pesadumbre anunciamos el fallecimiento de la actriz María Valero. Transmitiremos desde la Funeraria Caballero las muestras de dolor de su pueblo». Dijo la voz del locutor.

La gente, sorprendida y afligida, llenó la casa fúnebre en menos de una hora. Era su homenaje a una voz que formaba parte de sus vidas.

María Valero era más que la protagonista de la Doña Bárbara radial de unos años antes, la pareja artística del deseado Ernesto Galindo o la Isabel Cristina de El derecho de nacer.

Para algunos, la Valero era la primera actriz que habían visto en un escenario, haciendo la Doña Inés del Juan Tenorio. El Teatro Principal de la Comedia había puesto la obra de Zorrilla en dos coliseos, alternando elencos. El público desbordó la taquilla dos temporadas seguidas para ver a la mujer que escuchaban día tras día. Terminaron haciendo girar la puesta por los barrios habaneros. A los espectadores se le antojaba que sin despojarse de su acento castizo, María actuaba aún mejor que en la radionovela. Era la doña Inés perfecta.

La española trabajaba en dos novelas distintas, en dos emisoras de radio rivales: Un grito en la noche de Pedro Mata y El derecho de nacer de Félix B. Caignet. Recibía el sueldo más alto en el giro radial.

Todo le iba bien: éxito sobre las tablas y frente al micrófono. Era arropada en la vida social por actores, actrices y cantantes de su tierra, que habían alcanzado la fama residiendo en la nuestra: su tía Pilar Bermúdez, la soprano María Remolá, la familia entera de los Martínez Casado, Antonio Palacios, María Marqués…

Algunos de ellos y sus amigos decidieron celebrar el último capítulo en que actuaba en el culebrón de Pedro Mata y se fueron al malecón habanero. Pasaría un cometa y querían ver la lluvia de estrellas en un buen lugar.

El actor Marcelo Angulo, otro hispano radicado en la isla, lo contaba de una manera, el cubano Enrique Santiesteban, de otra. Para algunos María bajó de la acera abrumada por el mucho brandy, sin ver que un auto se acercaba a toda velocidad, para otros el carro subió el contén, sin frenos, arrastrándola por el concreto, los menos creían que el franquismo la siguió hasta el Caribe, para terminar con ella en un accidente vilmente articulado.

Al final trascendió la historia más adecuada para su público de radionovelas: la Valero se había fascinado de tal manera con las luces, que intentó cruzar la calle siguiendo el fenómeno celestial y sin percatarse se arrojó delante del automóvil. Buscando los pedazos de las estrellas que caían, la doña Inés de los habaneros se fue al cielo, convirtiéndose para siempre en leyenda.

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Añoranzas de un barbero improvisado

Lele vivía casi en la esquina de Calzada del Cerro y Churruca. Había improvisado una barbería en su portal: un taburete, una sábana mugrienta, un plumero para sacudir pelo, escoba y recogedor. Los que entregaban sus cabezas al viejo debían sostener un trozo de espejo e indicarle cómo querían el corte. Paso a paso.

Los tres pesos del precio incluían estremecimientos, carraspeos y tragadas en seco, al verlo sacar filo a la navaja oxidada en la tira de cuero. Ninguno estaba dispuesto a dejarle la oreja de propina.

Lele no necesitaba dinero, además de su pensión recibía mensualidades del Norte. Solo se procuraba un poco de compañía, algo de entretenimeinto en su vejez.

A ustedes lo que les hace falta es oír a Fernando Albuerne, la voz más romántica que ha dado Cuba. Pa’ que aprendan desde jovencitos como enamorar a una mujer, con elegancia y finura.

Era suficiente para que los chiquillos sentados alrededor de su portal armaran la gritería. Lele se sentía ofendido y blandía lo único que tenía a mano: su navaja de barbero herrumbosa, causando más aprensión en el cliente del momento.

¿Cómo qué no saben quién es Fernando Albuerne? —exagerábamos nuestra ignorancia con gestos, destapando la olla de la verborrea lelense. Algo anda muy mal en este país. Ustedes ni saben quienes son los cantantes que volvían locos a sus viejos.

Entraba a su casa y ponía su tocadiscos. Para joderlo nos tapábamos los oídos. De todas formas no podíamos escuchar la música: O cantaba las canciones desafinando o narraba alguna historia, que casi siempre nos parecía mentira.

Conocí a Albuerne antes que fuera famoso. Su familia tenía una fábrica de jabones. Él venía a venderlos los jueves en una camioneta a mi bodega, siempre tempranito y cantando alto. Le alegraba la mañana a cualquiera. Como era bonitillo, algunas clientas esperaban que llegara para satearle. Él no les hacía caso. —se detenía, a veces, callando hasta pescar la evocación precisa. Al doblar de casa vivía Nora, una mulata que reventaba las costuras de los vestidos con su cuerpazo, parecía una estatua de Venus. Yo la pretendía y ella me rechazaba. Quería ser bailarina y entrar en la farándula. Para salir en las revistas, decía. Cuando Fernandito vino a invitarme a su primer programa de radio, vi los cielos abiertos. Y llevé a Nora a Monte y Prado, haciéndome el que tenía guara en el mundo del artistaje. Gané el primer punto a la salida: Albuerne me saludó y me dio las gracias por haber ido. Unas semanas antes, Fernando había preguntado en Radio Cadena Suaritos cuánto le cobrarían por grabarse un disco. Laureano Suárez, el dueño, lo oyó cantar y lo contrató enseguida. Dicen que lo ayudó pues los dos eran hijos de asturianos. A Fernando Albuerne no le hacían falta favores pa’ llegar arriba . El hombrín no había estudiado canto ni la cabeza de un guanajo, la música le salía del alma. Y con qué dulzura…

¿Y le metiste mano a Nora por fin? —preguntaba el Bola, el mayor de la pandilla, aunque el menor en tamaño.

Respeto, chamaco. Con Nora mejoraron las cosas. La invitaba a donde fuera a actuar Albuerne y se me ponía romanticona con las canciones del Canario de Zabala, como le decían a Fernando. Había nacido en Zabala, un barrio de Sagua de Tánamo, allá en Oriente. Le fue muy bien. Cantó con Olga Guillot, con el Beny, con Celina y Reutilio, con Esther Borja… Se fue de gira por medio planeta. Se hizo amigo de Lecuona, de Frank Domínguez, de Osvaldo Farrés, de todo el mundo, porque era muy cariñoso y zalamero, en el buen sentido de la palabra. Y Nora… poco a poco se fue enamorando de mí, que yo era un mulato de buen ver, no siempre fui el viejo feo de ahora. Nos casamos y tuvimos dos hijos, que me salieron unas lumbreras. A ella la puse a trabajar en la bodega conmigo. Así criamos a los niños, lo mandamos a colegios de pago. Al mayor a los Maristas y al más chiquito al colegio Belén. Y nos fue bien, empujando los dos hasta… —había una fecha que no pronunciaba nunca, como si los fantasmas de aquel cambio lo siguieran amenazando.— En 1958 fuimos a ver a Albuerne a Tropicana, un tremendo show, con Esther Borja y un montón de buenos artistas más. Ya mis muchachones eran grandes. Nora y yo la pasamos muy bien pero fue la última vez que vimos a Fernando. Tan pronto vino el cambio de gobierno se fue pa’ Venezuela, allí siguió triunfando. Aquí empezaron a clausurar clubes, teatros y cabarets, como si divertirse fuera malo. Estuvo bien que desmantelaran los bayuses, aunque ahora hay más putas que antes y andan regadas por ahí cazando dólares; pero nunca entendí por qué coño cerraron los lugares donde la gente iba a bailar y a pasarla bien. Se acabaron los derechos de autor, las reinas del carnaval, el carnaval y la madre de los tomates… Hasta liquidaron las fábricas que hacían discos. Dejaron algunos barcitos con victrolas. En la Ofensiva Revolucionaria de 1968 acabaron con el último. Fernando Albuerne, Ernesto Lecuona, Olga Guillot, Celia Cruz… Todos prohibidos, no se podía ni mencionar sus nombres. Como si nunca hubieran traído la gloria a su país. Una cabrona vergüenza. Y nos encerramos en las cosas de antes. El mundo allá afuera cambiando… Nosotros con los mismos carros americanos del 1940, las mismas batidoras de 1958, los mismos televisores en blanco y negro y la misma mentalidad de antes de…

Te estás poniendo gusano, Lele. No te metas en candela.

Le decíamos, para que no comenzara a echar pestes de cuando le vinieron a quitar su bodega. O de cuando Nora se llevó a los hijos para el Norte y estuvo años sin poder recibir ni una carta. O cuando a su hermano menor lo metieron en el campo de concentración de las U.M.A.P. De los que se fueron y los que encarcelaron… Malos recuerdos. Preferíamos que nos hablara de los prostíbulos que visitaba de joven o de los cantantes y bailes que le gustaban.

A que Fernando Albuerne nunca te dedicó una canción… —el Bola u otro de los más avezados le daban el pie para cambiar la tónica de su disertación. Funcionaba siempre.

Pues se equivocan. En 1954 fuimos a verlo al teatro América, había regresado de una gira por España. Nos sentamos alantico y nos reconoció. «Para una pareja de enamorados que me sigue desde el principio, la canción preferida de él, mi amigo Eulogio Medina». Dijo y me cantó Mírame así, de Sánchez de Fuentes. La habanera más linda que se ha compuesto en Cuba, cantada por la voz más romántica que se ha oído en este país, dedicada a este mismo Eulogio Medina que viste y calza… Todavía se me ponen los pelos de punta cuando recuerdo la nota que sostiene cantando de mi cautivo corazón. Puro sentimiento. Fernando Albuerne, chamacos. No olviden ese nombre. Algún día traerán sus restos a esta, su tierra, como él quería, y los de Celia, los de Olga, los de Lecuona… Y descansarán en paz y en la gloria que se merecen, más que otros. Que las estatuas de los políticos están ahí pa’ que las caguen las palomas, los artistas como Fernando se llevan en el corazón, no importa las saetas que los hieran.

Por momentos se ponía poético. Nos quedábamos callados, sin burlarnos. Aún siendo niño se puede reconocer la sinceridad en la añoranza de un barbero improvisado, viejo taburete, sábana mugrienta y navaja roma incluidos.