DESPUÉS DE LA MEDIA RUEDA

Bitácora nostálgica, de un cubano que vive hace más de dos décadas en Suecia


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El manisero no se va

La caserita se quiere acostar a dormir pues El manisero se va. ¿Adonde? Nadie sabe, ahora es universal. Hasta Louis Amstrong, Judy Garland y Caterina Valente lo han cantado. Sin la gracia que le sobra a los pregones, claro, algo nacido en el alma del Mediterráneo y reflejado en ese espejo suyo: el mar Caribe.

No quiero hablar de melisma, gorjeo, métrica y apoyatura. El pregón es callejero y en la calle está su razón de ser. El gozo de vender, la competencia que comienza por la oreja, el placer de engatusar al cliente con música y buen humor. Pregón. Pregonar. Óyelo lector. Te gustará.

Lamentos de África, voces de Iberia y ritmos sincopados. Salados. Tostados. Garapiñados. Maní. Pregones. Pregonando. Ven y óyelo.

Si alguien te pregunta de dónde sacamos el pregón dile que de La violetera o de esa florista que andaba por la Calle de Alcalá con la falda almidoná. Ellas y otras nos lo regalaron y nosotros le pusimos el tam pa pam pa pa pam. Castizos, caribeños, pregoneros…

Gózalo, muchacho. Mira como se derrite en tu boca, mulata, como te relaja las caderas, como te da picazón en las rodillas pa’ que las muevas. Despierta con los gritos del pregonero, antes de que canten los gallos. Una voz que huele a café mañanero, a cremita de leche, a platanito manzano y a panqué. Si te quieres por el pico divertir, cómprame un cucuruchito de placer. No me dejes ir, caserita. Ven detrás de mí, riendo, arrollando. Aunque El manisero no se vaya. Entona su pregón pa’ las niñas, pa’ las señoras, para siempre y en cualquier lugar. De Moisés Simons y de Cuba para el mundo. Maní. Manisero. Maní…

Aclaraciones:

En Cuba usamos la palabra taína maní, en otras partes: cacahuete, del náhuatl. Arrollar es, en nuestra isla, bailar la conga en las comparsas de los carnavales, siguiendo a los músicos. La pregonera callejera se llama Lizeth Pérez Acosta.


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Pituca se atiene a las consecuencias

¿Llevas los pañuelos? El pantalón tiene dos bolsillos detrás para eso…

Uno para mí y uno para si alguna dama lo necesita. —yo repetía como detallando un inventario.

Era el ritual de la prima Pituca cada vez que iba a acompañarla. Mis zapatos bien cepillados, la raya de mis cabellos recta como el alma de una monja, el filo del pantalón planchado de la manera acertada, olor a colonia, los lentes de mis espejuelos lavados con vinagre.

¿Quién monta primero en la guagua?

La mujer. La dejo sentarse por dentro. Así los machos que se paran en el pasillo si está lleno el omnibus, me repellan el hombro a mí y no a ella. A la hora de bajar, bajo yo primero y le doy la mano, para ayudarla.

Diciendo barbaridades como eso de repellar no llegarás muy lejos.

Me rozan el hombro con sus partes pudendas…

Así suena mejor. Y cuida esa boca por la calle. Esas palabras desafortunadas que usas no me sientan bien al acompañarme. No soy ninguna pelandruja.

Así hablaban y actuaban algunos en aquella época lejana. Aunque nadie había ido a la Universidad. Instrucción no es educación, eso se recibía en casa, fuera uno más pobre o menos pobre.

Una señorita, aunque rebasara la cuarentena, no podía andar de noche sola. A mis otros primos no había palabra, castigo ni cintazo que los convenciera. Trataban por todos los medios de no salir con ella. Le teníamos terror pero yo era el chaperón oficial de la familia.

Pituca también exigía que la llevara por dentro de la acera, al escortarla.

Si pasa un carro o una guagua y nos salpica con el agua de un charco, el caballero es quien debe mancharse la ropa, no la dama.

En realidad es prima de mi madre y un poco más vieja que ella. La llamamos Pituca Chaca Chaca, pues parlotea sin puntos ni comas. Vestía siempre de negro y a mí se me antojaba que olía a talco micocilén.

Se había casado como a los veinte años. Era tan pobretona como el resto de la parentela, así que solo tuvieron una discreta ceremonia civil. Firmaron los papeles por la mañana, luego se dirigieron a tomar el tren para Cienfuegos, donde disfrutarían la noche de miel y consumarían el matrimonio. Debían pasar bajo un andamio para llegar a la estación de ferrocarriles. Pituca se negó a hacerlo. Su aún no estrenado esposo, Alberto, trató de convencerla. Pituca abrió la boca en uno de sus discursos imparables, donde casi no se distinguen las consonantes, tipo Julio Iglesias cantando en inglés.

Esta bien. dijo el marido.Para demostrarte que es una superstición tonta, tú irás por la calle y yo por debajo del andamio.

Pituca, disparando su ametralladora de vocales huérfanas, atravesó la acera. Miró aprensiva al hombre, que caminaba sonriente y seguro. Todo marchó bien hasta la mitad de lo andado. El cónyugue se envalentonaba, dispuesto a cantar victoria. Se sentía vencedor de creencias vacías, apóstol del ateísmo realista.

De repente, en las alturas, un cubo lleno de mezcla se le cayó de las manos a un albañil. El obrero gritó azorado, pero no dio tiempo a evitar la tragedia. El balde, con todo su peso, vino a dar sobre la cabeza de Alberto. Murió en el momento, desnucado.

La prima de mi madre abrió la boca y se quedó callada unos minutos, por única vez en su vida. Antes de caer desmayada, alcanzó a pronunciar con claridad: ¡Viuda y señorita! ¡Ahoraestoy estoy marcada!

Jamás hablaba del incidente. Nadie se atrevía a recordárselo. Pasarón lustros que se hicieron décadas. Ella se agriaba más y más, sin probar el mantecado. El negro le sentaba cada vez peor y había escasez de tinte para sus cabellos, que griseaban en las raíces. Cuando no tenía nada que hacer, ojeaba un Manual de Buenas Costumbres y etiqueta que olía como ella. O quizás ella oliera al librito, de tanto manosearlo.

El habla involucionó en Cuba. La juventud, para horror de Pituca, soltaba las más soeces palabrejas con naturalidad. La vulgaridad y la falta de etiqueta sustituyeron a las normas de cortesía y urbanidad burguesa. Muchos creyeron que ser proletario era ser mal educado. Hasta Pituca comenzó a soltar coños y carajos. Tenía que atenerse a las consecuencias. Adaptándose, encontró novio.

Casi a punto de jubilarse se casó con un compañero de oficina. El nuevo esposo, por casualidad también llamado Alberto, gritaba unas palabrotas que sorprenderían a los habitantes del Solar del Rebervero. No había Dios que le hiciera llevar a Pituca por dentro de la acera.

No volvimos a ver el Manual. Ninguna muchacha bonita del barrio volvió a ser definida en su boca como pelandruja. Pituca y su Alberto nuevo fueron felices pero más lo fui yo: Después de la boda, pude decir repellar todas las veces que quisiera, sin ganarme una reprimenda.


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Músicos cubanos VI

Cuando en la paz de las funerarias de Santiago de Cuba imperaban los gritos de «¡qué no se lo lleven por parte de las viudas afligidas, a Rósula Colombat, mi vecina, no le quedaba otro remedio que ir a tomar café con leche y comerse un pan con algo, colándose en los velorios de los desconocidos.

No iba sola. Un grupo de jóvenes la acompañaba, todos tan hambrientos como ella. Entre ellos Ñico Saquito, que, además de la comida gratis, no se perdía anécdota ni chiste. El evento social y alimenticio era colofón para narrar historias picantes y reír con disimulo. Con el tiempo y su guitarra Ñico las convirtió en guarachas.

Años después, cuando Saquito era ya popular, se «ajuntó» con una hembra bella pero mandona. María Cristina quería gobernar al gran guarachero. Un día el hombre fue por cigarros. «Espérame que vuelvo» y se la dejó en la mano. Jamás regresó.

Rósula me llevó a conocerlo a ”La Bodeguita del Medio” en la década del setenta. Claro que él recordaba los ojazos verdes de aquella mulata de cabellera lacia aunque ya estuviera canosa.

Pasamos un rato entre jaranas y canciones. Cuarenta años después, aquella media hora con el compositor de ”Cuidadito compay gallo” y el sabor de mi primer mojito en el lugar donde se hacen los mejores del mundo, me alegran los bajo cero de este invierno polar.


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Bailes cubanos III

 

¿Quién no sabe en Cuba que el son es lo más sublime para el alma divertir?

Aquí en dos variantes:

Una con Ada y Silvio, casi acrobática, con sabor a barrio. Silvio se clava en el piso con su famoso tornillo y me mata de envidia. Es un paso que exige precisión, sentido del ritmo y una mano firme como la de Ada.

Después Sonia Calero y Roberto Rodríguez interpretan un son estilizado, poema incluído. Teatral aunque no pierde su tumbao. Son al son.


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Ovaciones para María Antonia

Hilda_Oates_en_Maria_Antonia

Llevaba unos años trabajando en el habanero Teatro Mella en 1987. El director Roberto Blanco se me acercó y me puso la mano en un hombro, con un gesto dramático.

«Amo de las letras« así me llamaba, cosa que me enorgullece aún— quiero que veas los ensayos de la reposición, antes de que rotules el cartel.

Roberto era de los pocos directores que respetaban mi trabajo. A otros le bastaba con un simple letrero.

Ya había oído hablar sobre ”María Antonia” de Eugenio Hernández Espinosa, pero no estaba preparado para lo que vi. Dos décadas atrás, Roberto había hecho un montaje de la mejor tragedia del teatro cubano. Usó coros griegos cantando en yoruba, con tambores batá, máscaras y coturnos, muy a lo Grotowsky. Las problemáticas: racismo, sexismo, religiones afrocubanas, miseria y marginalidad, resultaban tan actuales como en su estreno. La protagonista quería librarse de todo lo que le había impuesto la sociedad, por negra, por mujer y por hija de Ochún, la deidad del amor en el panteón de los dioses yorubas. Una Carmen de Merimé, deseando que le clavaran el puñal en mi barrio del Cerro.

Al final del ensayo, todavía deslumbrado, me acerqué al director. Eugenio y el actor Nelson Dominguez estaban junto a él. El escritor me saludó con una sonrisa.

¿Tu harás el afiche? Ponle todos los hierros…

Maestro dije bajando la cabeza en señal de admiración y respeto, dirigiéndome primero a Roberto y luego a EugenioMaestro. Necesito unos días para poder digerir esto. Es mucho. He crecido entre Marías Antonias, Cumachelas y Julianes.

Una semana después, hasta Hilda Oates, la protagonista, se me acercó para elogiar mi cartel. Roberto Blanco, todo un caballero, siempre lo hacía. Lo rotulé en cartulina amarilla, el color de Ochún, la deidad que quería llevar las riendas en la vida de Maria Antonia. Las plumas de un pavo real, ave que simboliza a la diosa, se mezclaban con una mancha de sangre y un puñal. Prometí regalarlo al productor cuando terminara la temporada de la obra. El hombre quería conservar su nombre escrito en times new roman.

Perdí el afiche, como todos los que hice en aquellos tiempos, lo que no me podía perder era la noche de la reposición. Una obra maestra con un montaje magistral. El público lo reconoció. Cuando sonaron los primeros aplausos corrí al proscenio. Quería felicitar a los causantes de tanta algarabía y tantos bravos.

Quien haya visto actuar a Hilda Oates no la olvida. Su voz, su presencia majestuosa, su mirada y esa forma de mostrar sentimientos dramáticos sin siquiera hablar, la convierten en una de las grandes damas del teatro cubano. Además de ser una maravillosa mujer fuera del escenario. Quien la haya conocido personalmente, ha reído con su chispa y su uso del vocabulario barriotero.

Esa noche comenzaba a trabajar un nuevo tramoyista, Enrique Turiño. Lo pusieron a manejar las varas de los telones. El papel con el guión técnico lo tenía loco, era una puesta larga y muy complicada.

Los aplausos se hacían interminables y ensordecían a los actores. Junto a Hilda, en el centro, saludaba la actriz Alicia Mondevil, notoria por su palabrería rebuscada.

Turiño, desesperado por terminar, se equivocó y bajó el telón de guillotina, pero la audiencia siguió coreando bravos y palmoteando. Hilda giró y se puso de espaldas a la cortina, buscando al culpable con la mirada.

¿Y ese comemierda porqué cojones bajó la guillotina? —preguntó enfurecida.

Es que los aplausos ya habían terminado. La Mondevil conocía bien a la protagonista y quiso apaciguarla.

¡Qué terminado ni que coño! De terminado nada, la gente sigue aplaudiendo. ¿Tú estás sorda, chica?

Por favor, Hilda, las ovaciones ya han fenecido.

La cólera de Hilda aumentó al desconocer el significado de la palabrita. El telón subió sin saberlo la Oates. La audencia la vió de espaldas, con los brazos subidos, como increpando a uno de los dioses africanos de la tragedia. La ovación enmudeció en el mismo momento en que Hilda, a punto de explotar, gritaba alargando las vocales con su profunda voz de contralto.

¿Fene… fene..? ¡Fenepinga, chica!

El silencio y la certeza de que la habían escuchado la paralizaron en aquella postura exagerada. No se escuchaba el más mínimo ruido en todo el Teatro.

Cuando Hilda Oates notó que habían levantado el telón y se volvió al respetable, recibió la más grande andanada de aplausos que recuerda el Teatro Mella, la aclamación que nunca fenecerá.

Hilda en Maria Antonia